Un libro blanco hetero

No hay nadie que dude de que uno de los elementos más importantes de un libro es su título, quizá incluso más que su íncipit. Ya he mencionado en alguna ocasión la importancia que le doy al íncipit de un libro, aunque seguramente ése es un tema que volveré a tratar en alguna ocasión. En cualquier caso, el título de un libro no es sino un pre-íncipit, un exordio previo, un íncipit del íncipit, por lo que cualquier autor ambicioso deberá estudiarlo, meditarlo, mimarlo tanto o más que el propio íncipit.
       Se han consignado muchas premisas orientadas a optimizar la efectividad o grandeza de un título, pero para poder tabular hasta qué punto son éstas efectivas hay que, previamente, tabular las distintas maneras que existen de titular una obra literaria. Sólo en base a eso se puede mensurar el grado de fundamento de estas directrices.
       En esta época prosaica y vulgar en la que vivimos la mayor parte de lectores y, lo que es más alarmante, la mayor parte de autores, considera que la función de un título debe ser, exclusivamente, resumir o representar la trama narrativa. Hay quienes, por desgracia, sólo aceptan que una obra sea titulada de manera asquerosamente descriptiva. Dentro de esta categoría entrarían títulos como:
 

La isla del tesoro

(Robert Louis Stevenson)

 
La vuelta al mundo en 80 días

(Julio Verne)

o

 
El exorcista

(William Peter Blatty)

 
Esta forma de titular obras literarias es, quizá, idónea para novelas de acción, de aventuras, encuadradas dentro de lo que anteriormente se conocía como literatura de evasión (etiqueta que siempre me agradó mucho y a la que a menudo confronto con la etiqueta antagónica literatura de inmersión; ya hablaré de este tema en otra ocasión) y que hoy en día se reconoce como literatura de entretenimiento, pero completamente inadecuada para novelas menos sujetas a argumentos aprehensibles como son las novelas ensayísticas, líricas, eróticas, biográficas o autobiográficas, introspectivas, postmodernistas o que practiquen algún género híbrido o iconoclasta.
       Algo más elegante, pero dentro todavía de esta categoría titular pueden encuadrarse las novelas que optan por poner en primer plano el nombre de su protagonista unívoco, alguno de los personajes deuteragonistas o alguno de los elementos proteicos sobre los que orbita la narración. Ejemplos de esto serían:
 
El conde de Montecristo

(Alejandro Dumas, padre)

 
Lolita

(Vladimir Nabokov)

 
El perro de los Baskerville

(Sir Arthur Conan Doyle)

 
o

 
Moby Dick

(Hermann Melville)

 
Esta alternativa me complace mucho más por lo que tiene de arriesgado. Mientras que con La vuelta al mundo en 80 días el lector sabe de antemano con qué se va a encontrar (hasta un punto en el que casi ya no es ni necesario leer la novela), con El conde de Montecristo no sucede así. El conde de Montecristo, como título, no desvela absolutamente nada sobre Edmundo Dantés, el castillo de If, la culpa, la venganza o cualquiera de los elementos vertebradores de la obra. Así, titular de esta manera un libro es más elegante, sí, pero también más enigmático, ya que deja oculto cualquier elemento que sirva al lector como invitación a la lectura. Las novelas que cito como ejemplo son clásicos, y todo el mundo sabe, por referencia cultural, de qué tratan. No creo que haya nadie en el mundo que lea Moby Dick y no sepa de antemano que es un libro que trata, en sentido lato, sobre la caza de una ballena. Imaginemos, por un instante, obras literarias que no sean universalmente conocidas y que estén tituladas siguiendo este patrón nominal. Por ejemplo:
 
Elvira

 
La pantera de Citera

 
o

 
El marqués de Lipsia

 
¿No son estos títulos muy poco sugerentes que más que revelar, ocultan, y que, desde cualquier punto de vista resultan poco atrayentes para un posible lector despistado? No es que no puedan ser grandes obras. Quizá lo serían, como lo es, no sé, Justine de Lawrence Durrel, pero lo cierto es que esto es algo que, en todo caso, el lector podrá descubrir a posteriori, una vez ya leída la obra en cuestión, nunca antes.
       Los hay que propugnan que un título debe responder a aspiraciones estéticas propias y que, en este afán, es legítimo incluso que se desliguen de las teselas argumentales que recubren. Básicamente estos títulos sintetizan el aforismo fundamental que se sostiene a lo largo de las páginas. Dentro de esta categoría pueden encontrarse obras como:
 
Las sandalias del pescador

(Morris West)

 
Alguien voló sobre el nido del cuco

(Ken Kesey)

 
Johnny cogió su fusil

(Dalton Trumbo)

 
o

 
El expreso de medianoche

(Billy Hayes)

 
Esta forma de titular, que bebe, a partes iguales, de la alegoría, del aforismo epigramático y de la metáfora, es mucho más artística, requiere grandes dosis de sensibilidad y es, en términos literarios, más ambiciosa, aunque también pasa por un delicado equilibrio entre lo que se oculta y lo que se desvela en ellos. A menudo ocurre que los autores no estudian suficientemente el balance existente entre una cosa y la otra y, nuevamente, es fácil que resulten excesivamente crípticos o enigmáticos o, lo que es peor aún, que resulten excesivamente pretenciosos, artificiosos y forzados. ¿Hubiera funcionado bien si, por ejemplo, Drácula se hubiera titulado, no sé, El cuerpo de la sombra? Posiblemente no. Hay que tener un cuidado sumo a la hora de bautizar los libros con nombres metafóricos. El peligro de enmarcar la obra en un escenario excesivamente intelectual es muy grande.
       Otra de las maneras de titular una obra y, en mi opinión, de las más vulgares, es hacerlo desde fuera, id est, desde un plano narrativo completamente ajeno a aquel delimitado por la voz narrativa elegida por el autor. Ésta es la forma más habitual que tienen de titular las novelas los autores adolescentes, los cutres de espíritu y, en general, aquellos carentes de imaginación y buen gusto. Algunos ejemplos de ello serían:
 
Diario de un asesino melancólico

(Francisco López Serrano)

 
El asesino hipocondriaco

(Juan Jacinto Muñoz Rengel)

 
o

 
El cuento de la criada

(Margaret Atwood)

 
Estos tres ejemplos que he consignado aquí corresponden a tres libros escritos en primera persona. Imagínese ahora que es usted un asesino melancólico y que, tras cometer sus crímenes, escribe un diario. Es poco creíble que usted mismo titule su propio diario como Diario de un asesino melancólico. Lo más probable es que, como mucho, lo titule Diario personal y gracias. Evidentemente quien ha titulado el libro no puede ser el mismo asesino melancólico, sino alguien ajeno a la redacción del texto. Así las cosas, título y contenido están completamente separados, desgajados el uno del otro, algo que, a mi parecer, es inadmisible, ya que pasa por entender que es el editor quien ha puesto título al documento. Si ya de entrada no se puede asegurar que el autor de un libro sea verdaderamente su autor y último responsable (incluido el título), posiblemente no hay absolutamente nada auténtico en él que pueda ser salvado. Rezuma falsedad ya desde la primera palabra. Algo similar ocurre con El asesino hipocondriaco, otro libro escrito en primera persona pero titulado por alguien que no se sabe quién es. El asesino hipocondriaco no, evidentemente, ya que, de serlo, no se llamaría a sí mismo en tercera persona. Además, de ser realmente hipocondriaco, lo último que haría sería conceptualizarse a sí mismo como tal. La hipocondría se caracteriza precisamente porque los hipocondriacos no saben que lo son. En definitiva, otro despropósito. Lo mismo ocurre con el cacareado Cuento de la criada, que lo escribe en primera persona la misma criada, pero que no titula su propia obra como Mi cuento, Confesiones, o algo así. Puede entenderse este dislate en el Diario de Ana Frank, claro, porque Ana Frank está muerta cuando se publica el diario (que, ober dictum, muchos consideran que es falso) y la responsabilidad de titularlo recae sobre otra persona. En definitiva: no se tienen presentes los planos narrativos más elementales. Estos errores tan básicos, tan evidentes, no los cometen jamás autores de talla mayor como Pablo Neruda (Confieso que he vivido) y, por eso, y muchas otras cosas más, son autores de talla mayor y no meros aficionados chapuceros.
       Otra forma de solventar el problema de los títulos de las obras literarias es mediante la transgresión, la subversión, o el gamberreo. Un título ecléctico, estratosférico, estrafalario o que ya, de entrada, presente un desafío moral, estético o conceptual puede ser un gran acierto. Algunos ejemplos de esta vía:
 
La máquina de follar

(Charles Bukowsky)

 
Experimento en autobiografía

(H. G. Wells)

 
o

 
Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?

(Enrique Jardiel Poncela)

 
 
Por supuesto todo este desglose que expongo no representa más que tipos básicos, categorías muy elementales, de posibles títulos de libros. La historia de la literatura está repleta de obras tituladas de maneras que no están contempladas aquí, o que son formas híbridas de algunas de las tipologías presentadas. Títulos como 1984, Mortal y rosa o Nuevas aventuras de Sherlock Holmes merecerían un análisis aparte. En cualquier caso, debe tenerse presente que un buen título no garantiza una buena obra ni tampoco una obra magnífica debe gozar, necesariamente, de un gran título. Existen obras literarias de alta calidad con títulos que pueden ser calificados de mediocres, o conformistas, como, por ejemplo:
 
El rey pálido

(David Foster Wallace)

 
Mazurca para dos muertos

(Camilo José Cela)

 
o

 
Marianela

(Benito Pérez Galdós)

 
Y, al revés, obras más bien pobretonas pero con títulos que merecen ser escritos únicamente en letras de oro como, por ejemplo:
 
Los renglones torcidos de Dios

(Torcuato Luca de Tena)

 
Cianuro por compasión

(Agatha Christie)

 
o

 
Desde Rusia con amor

(Ian Fleming)

 
 
Sirva lo escrito hasta ahora para percatarse de hasta qué punto es delicado para un autor el decidirse por un nombre adecuado para bautizar su propia obra. Es difícil, pero muy divertido, preguntarse cuál hubiera sido el destino de muchos clásicos de haber sido titulados de otra manera. Adjunto a continuación una tabla con algunos de los títulos que casi obtienen algunas de las novelas más importantes de la historia de la literatura:
 
AUTORTÍTULO ORIGINALTÍTULO DEFINITIVO
Lewis CarrolLas aventuras subterráneas de AliciaAlicia en el país de las maravillas
Charles BaudelaireLas lesbianasLas flores del mal
StendhalJuliánRojo y negro
Ernest HeminghwayEl depredador del PacíficoEl viejo y el mar
Roberto BolañoTormenta de mierdaNocturno de Chile
Roberto ArltLa vida puercaEl juguete rabioso
Umberto EcoAdso de Melk / La abadía del crimenEl nombre de la rosa
Jane AustenPrimeras impresionesOrgullo y prejuicio
Frances Hogdson BurnettQuerida MaryEl jardín secreto
Charles DickensLa pequeña DorritNo es culpa de nadie
F. Scott FitzgeraldTrimalción en el West EggEl gran Gatsby
Ford Madox FordLa historia más tristeEl buen soldado
William GoldingsExtraños desde dentroEl señor de las moscas
Adolf HitlerCuatro años y medio de lucha contra las mentiras, la estupidez y la cobardíaMi lucha
Harper LeeAtticusMatar a un ruiseñor
Margaret MitchellMañana será otro díaLo que el viento se llevó
Vladimir NabokovUn reino al lado del marLolita
George OrwellEl último europeo1984
Ayn RandLa huelgaLa rebelión del Atlas
John SteinbeckAlgo que sucedeDe ratones y hombres
Leo TolstoyBien está lo que bien acabaGuerra y paz
Evelyn WaughLa casa de la feRetorno a Brideshead

 
Y, como añadido a esta entrada, incluyo un breve un listado de algunos de mis títulos favoritos, aquellos que me hubiera gustado firmar a mí y que considero que son directamente perfectos. Por lo general corresponden a obras literarias de estupendísima factura y, en la mayor parte de los casos (aunque no en todos), que considero obras maestras. Con títulos así, es imposible escribir una mal libro.
 
Crimen y castigo

(Fiódor Dostoyevski)

 
El amor en tiempos del cólera

(Gabriel García Márquez)

 
Cien años de soledad

(Gabriel García Márquez)

 
La insoportable levedad del ser

(Milan Kundera)

 
El hombre invisible

(Ralph Ellison)

 
Los miserables

(Víctor Hugo)

 
El beso de la mujer araña

(Manuel Puig)

 
 
Sea como fuere, algo en lo que es fácil convenir es en el hecho de que no hay reglas fijas, pétreas, que sirvan de guía inefable para titular una obra literaria. La función de un título debe ser, llanamente, la de servir de gancho intelectual al lector, es decir, suscitar curiosidad, interés, magnetismo, atracción. En mi caso particular, con mi primera novela, opté por un título iconoclasta que bordea la repulsión y la náusea: El menstruador, o sea, una asquerosidad, algo abominable y pútrido. Confieso que, como muchos otros autores, barajé muchas posibilidades distintas antes de decidirme. El lector de la novela podrá encontrar algunos ejemplos en el epílogo. Finalmente consideré, no sé si con mucho atino, que poco iba a importar el elegir un título repelente, pues el libro en sí estaba concebido ab ovo para repeler a la mayor parte de sensibilidades. Siempre lo tuve muy claro mientras lo redactaba. El menstruador habría de ser un libro para minorías, para gente que va a contracorriente, para gente capaz de ver belleza en el horror, que se siente cómoda en la disidencia, la irreverencia per se, y que bascula entre el hartazgo y la frustración. El libro de un enfant terrible. De haber deseado yo escribir una novela de gran aceptación social no sólo no lo hubiera titulado así, sino que hubiera escrito otra clase de obra más convencional, con otro contenido, más cortita y, sobre todo, menos estridente. El menstruador es, y así ha sido desde el instante de su primera concepción, un libro raro para gente rara. Titularlo así no responde sino a mi deseo consciente de hacer anteponer un filtro, una criba previa, y así evitar que quien no es su verdadero destinatario llegue alcanzarlo. Así no sólo consigo atraer a la clase de lectores que me interesa atraer, sino que, además, consigo evitar el tener que escuchar la murga de personas que de antemano sé que no lo van a valorar en su justa medida. Esa fue mi intención. Tocará a otras personas decidir si haciendo así las cosas he conseguido mis objetivos o, por el contrario, he perjudicado a mis propios intereses, degradando a mi criatura y relegándola a la estantería de libros fallidos.
       Es muy posible, incluso probable, que la mayor parte de lectores de El menstruador conozcan a Un Tío Blanco Hetero, ya que éste se ha convertido en una de las voces disidentes más populares contrarias al feminismo. No es la primera, ni tampoco la más profunda, pero sí es innegable que ha conseguido hacerse escuchar y, en cierto modo, hacerse portavoz del gran descontento que hay en España alrededor del tema de la barbarie feminista, que es el núcleo que palpita en el interior de El menstruador. Los youtubers son algo endogámicos y, recientemente, un youtuber que se hace llamar “Tiparraco” realizó una entrevista a esta figura emergente de internet. Incluyo el vídeo de la entrevista a continuación:
 

Como se puede comprobar viendo la entrevista, un ejemplar de El menstruador se encuentra en una de las estanterías de un tío blanco hetero, algo de lo que, a juzgar por los comentarios dejados al pie, un gran número de videntes se ha percatado. Si la función de un título es la de llamar la atención, la de no pasar desapercibido, en tal caso las imágenes que incluyo a continuación deberían corroborar que el título está bien elegido y que cumple su cometido. Si además el título provoca la reacción deseada, buscada por mí, esa es otra discusión distinta sobre la que cada persona deberá sacar sus propias conclusiones. Lector, ¿usted qué opina?
 

 
De la selección de mensajes dejados por los internautas yo diferencio tres categorías distintas: los mensajes que ríen, o bien con sucesiones de jotas y aes o bien con emoticoños, los mensajes que se preguntan por qué está ese libro ahí, y los mensajes que, directamente muestran interés o curiosidad hacia la novela.
       En cuanto a los primeros, los de las risas, he de decir que me resultan muy gratos ya que vibra en ellos un nerviosismo tembloroso de lo más revelador. No ríen porque algo les resulte gracioso, ni porque hayan compartido alguna ingeniosidad que provoque una gran hilaridad, sino que se trata de la típica risa nerviosa de aquellas personas que se sienten en territorio desconocido, y ríen para autoinsuflarse cierta dosis de confianza. Dicho de otro modo, el título provoca en los autores de los comentaristas que ríen cierta sensación de tambaleo del mundo, de derrumbe de lo asible, de pavor ante el vértigo de lo novedoso. Por lo que a mí respecta: misión conseguida.
       En segundo lugar están los mensajes que se preguntan que por qué está ese libro ahí, que qué hace ahí. Diríase que se preguntan cuál es la razón para que en su universo cognitivo haya un elemento más allá de lo que ellos llegan a categorizar. Estos me parecen los comentarios más insulsos. Alguien que se pregunta que qué hace un libro en una estantería es tan vacuo como alguien que se pregunta qué hace un coche en un garaje. Sin embargo, el hecho de que noten que se trata de un libro especial, distinto, es alentador. Perciben, casi extrasensorialmente, que se trata de un coche en un garaje, de un libro en una estantería, de una manzana en una cesta, pero también que se encuentran ante un coche que NO debería estar en el garaje, un libro que NO debería estar en la estantería, una manzana que NO debería estar en la cesta, una oveja que NO debería estar en el rebaño. Los autores de estos mensajes son peligrosos. Palpita en ellos una pulsión censora. Jamás se leerán el libro, aunque es bueno de que se percaten de que existen libros contrarios a su percepción ontológica del mundo.
       En último lugar están los mensajes que, abiertamente, muestran interés o curiosidad hacia el libro. Estos son, claro, mis favoritos y entre los autores de estos mensajes se cuentan aquellas personas para las que este libro ha sido escrito. El menstruador ha sido escrito precisamente para esta minoría. A los demás, sólo le consternará el título, sí, pero jamás llegarán a leerlo y, si lo hacen, no lo valorarán.
 

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