El síndrome de Diógenes del escritor

Breve prefacio de Lázara Blázquez Noeno

Darío Álvarez Ranieri pertenece a otra época, a otro tiempo en el que se honraba el valor de la palabra escrita. Por eso sus principales preocupaciones son la sintaxis, la robustez de la prosa, el gracejo designativo y la perpetuidad de la escritura. En definitiva, todo aquello que a la mayor parte de escritores hoy en día parece habérseles olvidado valorar.
Darío es un joven anacrónico, que escribe con la ambición de alguien al menos cuatro lustros mayor de lo que él es, que se toma la literatura muy en serio y que sabe que en el piélago de la vida lo único relevante es lo que conseguimos dejar atrás. Todo lo demás, se lo lleva el viento. Habla poco, por aquello del verba volant, scripta manent. Le conocí hace ya un tiempo y de él puedo decir que fue una de las primeras personas que se leyó El menstruador, algo que hizo con gusto y tras lo cual escribió una magnifica recensión:

Reseña de El menstruador por Darío Álvarez Ranieri

Desde que nos conocemos, hemos establecido una hermosa alianza basada antes que nada en nuestro común amor a las letras, a las que reverenciamos por ser conscientes de que son ellas las que articulan el alma humana. No somos especialmente dados a la religión, pero ambos compartimos una sonrisa cómplice con aquel versículo del Evangelio de San Juan que dice: Primero fue la palabra… Algunas traducciones dicen: En el principio era el Verbo… Pero no es cuestión ahora de hacer una digresión sobre la divinidad del Verbo.
Darío Álvarez Ranieri no sólo es un dignísimo compañero de letras, sino, además un magnífico amigo al que con enorme dicha e inefable goce le cedo un espacio en este humilde blog, ya que él ha tenido a bien el escribir un pequeño texto para el mismo. Espero sólo sea el primero de muchos. Intuyo que así será.

El síndrome de Diógenes del escritor

Lázara, la Puri y yo nos reunimos en la cafetería San Benito, o San Julián, o San Pepe, o alguna similar, en la plaza Santa Ana. Nos sentamos en la mesa más discreta, la más cercana a la esquina. Desde allí, uno tiene una visual completa del lugar, circunstancia que a Lázara y a mí nos interesa especialmente. Ambos pedimos café con leche, menos la Puri, a quien el camarero le parece muy atractivo y muy majete, y que al final pide un zumo de naranja para dárselas de mujer mayor que se cuida en salud (impresión que La Puri arruina sin remedio más tarde, al endulzar salvajemente el zumo de naranja con tres sobrecillos de azúcar blanco, el más dañino).
Las cafeterías y los bares son, para quien no lo sepa, un hervidero de humanidad y anécdotas. Allí sentados, mientras la Puri ensaya su monólogo de chismes y quejas sobre el precio de las compresas (al parecer ha subido bastante, más que el del pan), Lázara y yo observamos nuestros alrededores con atención, con la finalidad de encontrar literatura entre lo cotidiano. En lo que apuro mi café con leche, por ejemplo, intuyo entre la muchacha rubiales de la mesa de enfrente y el camarero majete los indicios de cierta carga sexual (¡pobre Puri!); vislumbro los vestigios de una noche agitada y gamberra en las ojeras góticas y la camisa sin planchar del ejecutivo de un banco; y adivino un rabioso desamor en el compulsivo beber y fumar de la mujer solitaria de la otra punta, que a pesar de ser solamente las diez de la mañana ya va por la tercera cerveza (se las bebe a trago amplio, sin respirar, como si fueran Colacao). Resulta que, aunque no se advierta inmediatamente, en todo ámbito e individuo late, como un corazón oculto, la literatura. Sólo hay que saber fijarse, detenerse en los detalles para darse cuenta de que cualquier elemento rutinario tiene su revés poético, su contraparte de esencia y pulpa literarias.
Lázara me mira y dice:
–Saca la libreta y apunta.
Saco la libreta, pues, y apunto: el humeante olor a café que ocupa el local, como una ambrosía del aire; el movimiento firme, terco, de la muñeca del camarero que agarra el mango de la cafetera; las cucharas hundiéndose en el café, trazando elipsis y resurgiendo poco después amarronadas de espuma; los perdigones de los sobres abiertos de azúcar, que acaban en las esquinas de las mesas o en el fondo de los servilleteros; la gente maleducada o sencillamente sorda que habla en megafonías por el teléfono móvil; el curioso patrón de trinidad en que se reúne la gente, del que Lázara, la Puri y yo también formamos parte; el ensimismamiento de un niño en su carricoche, desde el que percibe la barahúnda circundante sin entender nada, o bien entendiéndolo todo.
El punto, aquí, como se entenderá, es escribir, escribir siempre, hasta cuando no se está escribiendo: sobre todo cuando no se está escribiendo. Escritor de raza es aquél que en todo momento mantiene una actitud de entomólogo, de observación perpetua, y que contempla cada objeto, cada individuo, a través de un filtro, el filtro literario. Se trata, pues, en ese sentido, de una renuncia a la vida, de un abandono hacia el acto de vivir. Al escritor no le interesa vivir cuanto interpretar los acontecimientos en los que participa, como un espectador de su propia existencia, para luego, en la soledad, a posteriori, insuflarlos de trascendencia, de lirismo. La inspiración, de esta manera, no falta nunca.
El escritor no debería desaprovechar nada, sino que debería aprovecharlo todo, como con el cerdo. Cualquier coyuntura vital supone, a la larga, el engrosamiento de la hoja en blanco. Si uno se lo propone, encontrará que en cualquier insignificancia, en cualquier nimiedad, vibra un rescoldo de poesía, de beldad. Si uno se convence de ello, podrá hallar en cualquier lado la sémola de una historia. A veces, el recuerdo de una experiencia comparece de repente en la memoria, justo cuando más se le necesita, y dilucida las dudas y aniquila cualquier bloqueo. De modo que el escritor, desde que la conciencia se lo permite hasta que muere, debería buscar acumular momentos, acaparar instantes desde su particular síndrome de Diógenes. Intentar constantemente empaparse de la gente, de su entorno, para después recrearlos y plasmarlos en el papel. Convertirse, en definitiva, en un cronista de sí mismo y de su época.
La Puri se ha enfadado, hace muecas y reclama nuestra presencia al chasquear los dedos.
–Jolín, ¿me estáis haciendo caso vosotros dos?
–Sí, Puri, perdona.
–Lo sentimos, Puri.
La Puri resopla, y masculla algo sobre los escritores, la literatura y la obsesión.

Darío Álvarez Ranieri

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