Reseña de El menstruador, por Darío Álvarez Ranieri
Reseña de El menstruador
Alguien a quien admiro me dijo una vez que la verdad de la literatura es poliédrica, cambiante, tornadiza. Esta máxima es válida para cualquier otro campo artístico. Para convencerse de ello, solo es necesario remontarse al pasado. ¿Qué es el arte? Se ofrecen respuestas distintas por cada época de la historia del hombre, muchas de ellas antagónicas, completamente discordantes. Puede que una definición equivocada no exista, puede que todas sean correctas; o al contario, es posible que ninguna sea cierta. No lo sé, quién sabe, da lo mismo.
No es importante, de todas formas, la verdad del arte, sino la del artista. El artista es aquel que trasciende la realidad con su obra; el valiente que, innumerables veces, ha arrancado el vendaje de ignorancia de los ojos del pueblo, ha enfebrecido las masas y ha cambiado el rumbo de la historia. Hay más poder en los versos de un poeta borracho que en las frases prepotentes de cualquier arenga política.
Hoy, cómo no, en España volvemos a necesitar de personas temerarias que confronten al país con su crudo reflejo. Hombres o mujeres que desembocen las cañerías reventonas de aguas pudibundas y las devuelvan a su estado prístino.
Lázara Blázquez Noeno y El menstruador han encerrado a nuestra querida u odiada España en un cubo de cristal y la han obligado a contemplarse a sí misma, a percatarse de su propia decadencia y podredumbre, como lo hizo Dorian Gray. Y es que El menstruador es un libro incómodo, de los que te sacuden las entrañas y te arrebatan un tembleque de la pierna: un desasosiego maligno. De sus páginas descuella una verdad de la que muchos ya se han dado cuenta, pero que pocos se atreven a hacer suya.
Es una lectura necesaria, reveladora. Éste último adjetivo está bien escogido: a poco que lee El menstruador, uno va lentamente tomando conciencia del percal que antes pasaba desapercibido, como esas palabras que descubrimos por azar y cuyo significado desconocemos; una vez aprehendido el mismo, de repente las vemos en todas partes. Siempre han estado ahí, por supuesto, pasa que nuestro cerebro se negaba a detectarlas.
Hace falta la valentía inquebrantable del guerrero o la temeridad divina del necio, ya digo, para escribir semejante obra justiciera como es la de El menstruador. Y hablo de justicia porque hay cierto equilibrio reestablecido en el desenmascaramiento del lobo disfrazado de oveja. En efecto, la víctima no es quien dice serlo, ni asimismo el déspota es quien nos señalaron. Hay un escenario montado; una obra de teatro surrealista en plena actuación en donde depredador y presa se han intercambiado los papeles.
El menstruador es un libro carismático, de los que hacen arder convicciones y explotar burbujitas de conformismo. Es un viento norteño entre tanto bochorno y hediondez.
Eso sí, lo que no es la obra de Noeno es un libro para impacientes. Nietzsche decía que para desentrañar la sabiduría de la palabra escrita hay que ser un poco ovino: no se engullen las palabras, se digieren, se mastican varias veces en imitación del rumiante, se moldea el bolo alimenticio para que se deslice sin percances por el conducto esofágico. Uno tiene el derecho, si es que aún está dispuesto, de criticar y disentir solamente después de esta digestión de la palabra. No antes. Habrá personas que sin siquiera dignarse a llegar hasta la última página abrirán la boca para opinar, es inevitable. Qué más da. El tiempo, ese moderador de discordias, juzgará finalmente quién dijo qué y quién dijo bien. Nos basta con esperar.
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