Astros literarios

Dostoievski es uno de los mejores escritores de todos los tiempos. Posicionarse de un modo tan categórico siempre se considera un atrevimiento por parte de quienes interpretan tus argumentos como una amenaza hacia sus propias convicciones. No es extraño que, incluso, aquellos no dispongan en realidad de ninguna convicción, que basculen en la incertidumbre de lo relativo. Con esta mentalidad, les resultará insoportable una exposición tan categórica, la cual ellos, en lo personal, no podrían sostener, bien por cobardía, porque se encuentran cómodos en los bajos perfiles que hablan sin decir nada, bien por desidia intelectual.

Tengo una razón para afirmar lo que afirmo. Opino que sí existen criterios y parámetros para valorar el buen arte y discernirlo del arte mediocre, por mucho que este tipo de valoraciones les escueza a aquellos que promulgan exactamente lo contrario: id est, que el valor del arte depende de la subjetividad, de lo que cada uno considere arte, que tienen la misma fuerza expresiva una pintura de Caravaggio que un plátano pegado a la pared con cinta celo. Esta postura omite descaradamente una evidencia incómoda, que incorrectamente interpretada puede tener visos de pensamiento elitista y rancio: a saber, que no todas las subjetividades tienen un paladar sensible al arte. No se trata de una habilidad innata: se puede adquirir siempre y cuando uno demuestre inclinación hacia ella; pero el quid está en que la habilidad o se tiene o no se tiene.

Lo que inmortaliza a un escritor es un factor cualitativo que trasciende la maestría técnica, la originalidad de la trama, la habilidad para reinventar y quebrantar los cánones narrativos convencionales. Bien mirado, todos estos parámetros suelen desprenderse espontáneamente de dicho factor cualitativo. Éste no es otra cosa sino un matiz único y radiante que no reside ni en el intelecto puro ni en la pluma, sino en el fondo más intimista del escritor, en su profunda percepción del mundo, en el modo especial en que éste le toma el pulso a la realidad. Trátese del talento para captar la esencia que siempre circunda la condición humana y las tornadizas transformaciones que la misma padece a lo largo del tiempo. Así, Dostoievski, y esto que diré ahora se aplica mismamente a todos los escritores inmortales y a sus respectivas y particulares singladuras vitales (lo mismo hablo de Dostoievski, que se cuenta entre mis escritores privilegiados, como puedo hablar de Victor Hugo, de Proust, de Lovercraft, de Poe, de Franscisco Umbral…), narra en distintos planos, a través de personajes y de tramas a primera vista coyunturales, el talante de su madre patria, Rusia, y del hombre ruso de aquellos tiempos, pero no solamente. Resulta que el hombre ruso dostoievskiano es, además, el prototipo del hombre universal y existencialista, filósofo, cuya alma se desvive en y se alimenta de la búsqueda más desasosegante del ser humano: la del sentido de su existencia.

Dostoievski es, de esta manera, astro de la literatura que trataba este arte como una extensión de sí mismo, como un arte que no era meramente actividad de lujo y medio de sustento cuanto autoexpresión de un alma conmovida, profundamente desgarrada y profunda que sublimaba en palabras sus sentires para con una realidad y un mundo en exceso contradictorios y crueles. Todos los escritores que merezcan realmente tal apelativo se vertebran a sí mismos a través del conducto literario. Entiéndase este procedimiento en su acepción más espiritual, más íntima: no se trata simplemente de que estos escritores ahondaron en sus biografías particulares e hicieron con retales de experiencias un corpus literario, como el escritor tontorrón que ha leído que es necesario ponerle a sus escritos parte de sí mismo para que cobren más relieve y frescura; no se trata de una simple artimaña usada para favorecer la inspiración y la narración de historias más vibrátiles. Se trata de que el medio escrito, la materia literaria, el canal de la narración, son un medio de autoexpresión profundos; y esto se nota en cuanto uno se percata que en mano de ciertos letraheridos lo meramente anecdótico trasciende sin fricciones hacia lo simbólico y trascendental. Letraherido es un vocablo que se ha prostituido, por su fisionomía bonita y su eufonía; pero realmente es una palabra que sirve para designar el que aun juntando los mismos caracteres y las letras, se distingue de muchos juntaletras en que insufla el verbo de una esencia cualitativa que es irreplicable, puesto que la misma no es la simple consecuencia de una oración elegantemente escrita, sino que se nutre del aura inefable que el escritor irradia y encarna.

Es por ello que uno puede, hasta cierto punto, mejorar en cuanto a técnica se refiere, tal vez emulando a sus escritores favoritos; pero por mucho que uno sea capaz de escribir, con una precisión exactísima del tono, unas cuartillas que podría haber escrito aquel que con tanto ahínco emula, éstas estarán esencialmente cojas ya que carecerán de una chispa que solo puede prender una personalidad resplandeciente, maldita o bendita por aquello que Lorca bautizó como el duende. En este sentido, más allá de los libros y de las palabras late perpetuamente el hombre que las ha escrito.

No se trata, por supuesto, de incluir adrede, con la torpeza propia de lo que es en exceso premeditado, capas de simbolismo en tramas superficiales. Es un procedimiento mucho más espontáneo y que solo resulta en aquel que realmente sabe profundizar en la naturaleza humana y en sus hondas propiedades. Lo anterior no debe confundirse con una especie de entomología, con el estudio sistemático y frío, sino que es una intuición latente y perpetua que finalmente se sublima en la materia literaria.

Gran parte de los clásicos fueron escritos por esta tipología de escritores intuitivos, de natural romántico y sentir humanista. Concebida así, la literatura, en oposición a lo que hoy día se considera con simpleza que es literatura, es más que un arte meramente narrativo, encaminado a la creación de historietas entretenidas, que enganchan, cuyo único propósito es el entretenimiento más burdo e insustancial. Pareciera que en la época posmoderna el arte del verbo se ha convertido en un mero accesorio, en un ejercicio abstracto y demodé, que para algunos no es sino un pretexto para exhibir sus tendencias intelectualoides. Ciertos escritores de la actualidad no tienen la inclinación del artista, sino la ambición del mercader; y allí donde el churrero produce churros, este tipo de escritores produce libros desalmados, exangües, exiliados de sí mismos: un producto de consumo más, perecedero, apto para ser leídos y después olvidados; el resultado de unas fórmulas y esquemas que se utilizan por convención, porque es lo que suele hacerse en esos casos, y no porque realmente constituyan una receta más idónea de expresión.  Así, la literatura pierde su esencia; el escritor que escribe por razones superficiales y mercantiles pierde irremediablemente su raison d’être.

Finalmente, cabe añadir que todo lo expuesto hasta ahora más que un ejercicio de admiración y gratitud hacia cierto tipos de escritores que se entregaron de lleno a la literatura (y en consecuencia a sus lectores); pretende ser una toma de atención hacia el vínculo que aúna escritor y obra literaria, hacia el sentido de la escritura: un sentido que nace de adentro, de fuerza centrífuga, fiel a sí mismo, que se expresa casi por instinto de supervivencia. De otro modo sólo se escribe por circunstancias espurias, frívolas, pragmáticas y estériles: terreno baldío del que nace inevitablemente una literatura muerta.

Darío Álvarez Ranieri

Comentarios

Hay 3 comentarios para esta entrada
  1. E. 23 de marzo de 2021 17:39

    Usted habla de los escritores poseídos por el don -la inspiración, tal vez- esa irresistible, asombrosa fuerza interior, y eso lo sabemos bien sus lectores, que hemos leído arrastrados por las palabras, apasionados, sus textos.
    Excelente artículo señor Álvarez Ranieri.

  2. Nicholas 5 de marzo de 2021 08:36

    Soberbio ensayo.

    • Lázara Blázquez Noeno
      Lázara Blázquez Noeno 21 de marzo de 2021 09:52

      Sí, supongo que lo habrá usted visto, Señor Avedon, pero no está escrito por mí, sino por un amigo común… Seguro que le alegrará saber que le ha gustado.

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