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Decía David Foster Wallace que existen libros que no necesitan ser leídos y cuya única función reside, simplemente, en existir. De ellos, los ejemplos más notables, son, seguramente, los religiosos. El poder e influencia de la Biblia, el Corán, la Torá, o El Capital (el comunismo es una religión de sustitución, asegura Jiménez Losantos y yo consiento en esta apreciación y por ello lo incluyo en esta lista), no asienta tanto en su contenido como en su solubilidad cultural. Lo mismo sucede con obras de naturaleza estrictamente literaria como El Quijote, Hamlet, Nuestra Señora de París, Crimen y castigo o el Ulises. En muchos sentidos puede sostenerse que casi es más importante, más trascendente, todo lo que se ha escrito sobre estos libros, que los libros en sí mismos. Esto, por supuesto, es una soberana sandez, pero ocurre (y más a menudo de lo que el racionalismo estaría dispuesto a conceder) que las mayores sandeces contienen verdades tan profundamente enraizadas en la tierra, las realidades y las miserias humanas que bien puede decirse que dejan de ser sandeces. Si esto es palpable en alguno de los ejemplos referidos, es, sin duda, en El Quijote, que, a fin de cuentas, es un libro que trata sobre un loco, don Quijote, y y su no menos desnortado acompañante, Sancho, el gobernador de la ínsula Barataria, ambos cometiendo todo tipo de excéntricas majaderías por los campos españoles y que, sin embargo, contiene en su interior oculto no pocas sentencias, guías y advertencias rebosantes de sabiduría y que apelan a las más profundas virtudes del ser humano. La escritura y esencia del Quijote apela a las cuestiones y dudas más trascendentes del ser humano que están referidas a la existencia, la voluntad, la rectitud, el espíritu y la libertad. Sin embargo, no es necesario leerlo, ni enterarse de todas estas cuestiones, ni analizarlo, ni disfrutarlo, ni entenderlo. Basta con saber que trata de un loco que lucha contra molinos porque cree que son gigantes. Es una auténtica minoría la cantidad de personas que saben contar algo más sobre la línea argumental. Quizá sea el libro más relevante de la narrativa moderna, y encima español, pero hete aquí que no es menester leer el Quijote. Patriotismo por aquí, patriotismo por allá, pero nadie se lee el Quijote.
El Quijote 2 tiene varios posibles autores apócrifos (de los que hablaré en próximas entradas), pero El Quijote I tiene aún muchos más lectores apócrifos, falsos. De las personas que confiesan haberlo leído, mienten el 90%; de los que confiesan haberlo leído en la escuela y haberlo disfrutado muchísimo y haberse reído a carcajada batiente, mienten el 95%. De los que quedan, los que sí lo han leído de facto, el 95% no lo ha hecho en su versión original, sino en una adaptación al español moderno. No debe olvidarse que el Quijote es un libro escrito en español del Siglo de Oro, es decir, escrito en una época en la que, no había una normativa taxativa establecida sobre gramática, sintaxis u ortografía. En aquella dorada época, cada uno escribía un poco como le salía de las narices, después el copista lo ponía en la imprenta como le apetecía, el corrector hacía unos últimos retoques ad libitum, y el impresor, que pasaba por allí, decide cambiar un par de letras más, que hace bonito, y así se quedaba el resultado. Además de eso, el protagonista, don Quijote, tiende a expresarse en un español arcaico incluso para su época, y su acompañante, Sancho analfabeto, tiende a expresarse con algo más que desidia por los rudimentos del idioma. En resumidas cuentas: casi nadie ha leído el Quijote tal y como fue escrito porque de este modo es un libro muy difícil de leer. Plúmbeo, en muchos sentidos, incluso para el lector diestro. De ahí de la existencia y demanda de traducciones al español moderno, mucho más digeribles.
En realidad, resulta muy sencillo determinar si alguien se ha leído el Quijote o no. Basta plantearle dos o tres preguntas simples. Si es capaz de responderlas sin titubear, instantáneamente, es que se lo ha leído. Si no, es que o no se lo ha leído o lo que se ha leído es una versión simplificada.
Estas preguntas pudieran ser, por ejemplo, las siguientes (haga usted la prueba mental, lector…. ¿puede responder a estas cuestiones?):
¿Con qué término llamaba Sancho a su asno?
En cualquier versión no simplificada, Sancho se refiere a su montura con el término de rucio. Se repite tantas veces, que cualquier lector mínimamente atento del Quijote, debe recordar el término. A Sancho se lo roban, luego lo recupera. En definitiva: se habla mucho del rucio.
¿Quién es el narrador del Quijote?
Esta, planteada así, es una pregunta con trampa y que, en realidad, dados los experimentos narrativos que realiza Cervantes en el Quijote, admite varias respuestas… Sólo hay una que NO es válida: Cervantes. Cervantes no es, ni ha sido nunca, el narrador del Quijote (con la posible excepción del prólogo, claro, pero el prólogo se considera material extradiegético, por lo que no cuenta). Un lector del Quijote que no mienta, debería responder rápidamente lo siguiente: Cide Hamete Benengeli, pues es ese, y no otro, quien redactó, en primera instancia, las aventuras del ingenioso hidalgo (que luego fueron traducidas y después glosadas por otro escritor, pero esa es otra cuestión).
Se pueden plantear cien mil preguntas más por el estilo (¿qué ciudad quería evitar visitar don Quijote en don Quijote 2? ¿por qué? ¿qué fue lo último que hizo don Quijote antes de morir? ¿qué llevaba don Quijote sobre la cabeza?), pero por lo general con una o dos resulta más que suficiente.
Seguramente es una mala idea forzar a los niños a leer el Quijote. Si ya de por sí es difícil leerlo en la madurez, leerlo de adolescente debe ser toda una tortura, algo profundamente desincentivador. A los chavales hay que darles cosas que promuevan la lectura, preferentemente escritas en la misma época en la que ellos viven, no libros escritos hace cuatro siglos escritos en un español que, por pasajes, parece un español jeroglífico. Hay (no pocas) frases y pasajes en el Quijote sobre cuyo significado lingüistas, filólogos, exégetas y literatos de todo pelaje aún siguen discutiendo. Lo que sí es importante, de vital importancia, de hecho, es hablarle a los chavales sobre el Quijote, sobre su trascendencia, su originalidad, su influencia, su forma y estructura, adelantada a su tiempo y que tardó mucho en ser debidamente asimilada, como obra visionaria que es. Después sólo hay que dejar que la curiosidad haga mella. El que motu proprio quiera leerla, se verá enriquecido. El que no, él se lo pierde. Cabe preguntarse por qué, al llegar a la madurez, prácticamente a casi nadie le pica la curiosidad lo suficiente como para leerlo in toto en su versión original y esta pregunta puede formularse, sin duda, de manera arrojadiza, pero todo en el Quijote y sobre el Quijote tiene dos caras (como todo en la vida) la locura y la sabiduría del Quijote, el sentido común y la nobleza de Sancho, el diablo tras la Cruz, la burla tras la máscara, el escritor tras el narrador… Así, la falta de motivación en la madurez no debe hacernos perder de vista lo esencial: a pesar de no haberlo leído, ¡todo el mundo confiesa haberlo leído! ¡La gente sigue considerando obligatorio el leerlo! ¡No niegan la mayor! ¡No le restan importancia al libro, sino a sí mismos como lectores! Y esto, desde luego, sí es algo que puede ser expresado en clave de elogio, respeto y admiración. Nadie niega la grandeza del Quijote, lo que ocurre es que la gente considera que el libro es aburrido y si, por casualidad, lo coge, es para abandonarlo tras el capítulo de los molinos. Si el capítulo de los molinos es tan popular, eso es, sin duda, porque es de los primeros.
Pero bueno, como diría Sancho, no se le pueden pedir peras al olmo, y donde no se piensa, salta la liebre, y el asno sufre la carga, más no la sobrecarga, y el bien que viniere, para todos sea, y el mal, para quien lo viniere a buscar, y no siempre hay tocinos donde hay estacas, así que habrá que conformarse, por el momento, con el consenso, falaz pero tácito, al que han llegado los españoles sobre el Quijote. Imagínense si es bueno el Quijote, que hasta los separatistas catalanes aseguran que Cervantes era catalán, y que el lugar del que no quería acordarse está en Reus. El Quijote es, en muchos sentidos, una novela ultimativa, una novela de la que no puede presumir ninguna de las culturas protestantes, que afean el mundo llenándolo de escepticismo, barbarie e inhumanidad, en la mayor parte de los casos. Cualquier entendido honesto en la cosa literaria, debe reconocerlo. Quizá su grandeza, o la envidia que despierta en todos los países protestantes, resida en que don Quijote cristaliza ese precipitado de locura y arrojo que es el que ha llevado a España a alcanzar sus más altas cotas históricas. Los españoles no hacemos muchas cosas, pero cuando las hacemos, ya nunca nada vuelve a ser lo mismo. Cada una de las hazañas españolas transfigura el mundo, convirtiéndolo en un sitio mejor de lo que era antes.
Así, en fin en fin, es de justicia leer al Quijote en la madurez, y hacerlo con amor, y hacerlo con amor a la patria y con agradecimiento por haber tenido la suerte de poder leer un libro como éste en su idioma original. Vale.
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