Dios en acción
El amor común, trivial, el único que experimentan habitualmente los ciudadanos serios y respetables, casi no merece ser calificado como Amor. Sin casi. No lo merece porque es algo que sucede, sin más, y que deja de suceder por los mismos motivos o, mejor dicho, por la misma ausencia de motivos. El amor, para la mayor parte de las personas, tiene la misma trascendencia espiritual que un cólico nefrítico. Nace en el mismo instante que muere. Nace muerto, por así decirlo. Nace condicionado. Más que amor, diríase que se trata de mero miedo a quedarse solo. No creo que merezca mucho la pena ahondar en esta clase de amor. Para obtener más información, el lector podrá remitirse a las revistas de mujeres, a las canciones de reguetón, o a infinitud de novelas, series y películas. Allí hacen referencia continuada a este tipo de amor que se alimenta de la condición, de la coyuntura social y de la compra-venta emocional.
El Amor mayúsculo es, como digo, el de los locos y los insensatos, ese tipo de Amor en el cual da igual todo lo que pudiere llegarse a decir, o a hacerse, porque en su misma naturaleza se encuentra la reticencia total a alcanzar su propio término. Para este tipo de Amor potenciado no importa el pasado, ni el futuro, sino que es puro presente, como si el tiempo se hubiera estancado en una primavera in perpetuum. Ni la misma desaparición del ser amado consigue que el ser amante abandone el Paraíso demencial en el que habita. Es más, ni el mismo incendio del Paraíso consigue que aquel que se siente rey y señor del mismo lo abandone. El amante potenciado seguirá amando contra viento y marea, como un dios puesto a prueba, quizá dios de un universo derruido, pero dios, a fin de cuentas. El dios que habita en el interior de los Amantes potenciados les empuja a creer que ningún Amor perece jamás del todo. Jamás abandonan la idea de la resurrección, que es innata a cualquier tipo de concepto deífico. Si existiera alguna forma de revocación, o de refutación, eso sería prueba de la misma inexistencia del Amor, y este tipo de Amor es capaz de renunciar a todo, salvo a sí mismo. Se mantiene la esperanza, en cualquiera de las múltiples que ésta puede adquirir, aun cuando se intuya, o incluso se sepa, que el Paraíso Recobrado no podrá parecerse en forma alguna al Paraíso Perdido. Al Amor derruido, si asienta sobre bases astrales, es capaz de sobrevivir alimentándose exclusivamente de su propia hambre.
La principal diferencia entre el amor medroso y el amor lunático es que el primero tiene respuestas mientras que el segundo se ve obligado a crearlas ex novo. Ante la pregunta de si es posible recobrar el Amor, el hombre sensato responderá que no, se repondrá, y, quizá lastimado, seguirá su camino hacia la Muerte. Ésta es, al mismo tiempo, una forma de conformismo y una forma de cobardía, por muy razonable que sea a primera vista. Empero, los locos y los insensatos no se conforman, aunque sí practican una forma de cobardía, aunque diferente. Una cobardía valerosa. Los locos y los insensatos, negándose a la vacuidad, con la mayor reticencia a negarse a sí mismos, crearán, fabricarán, una respuesta basada seguramente en la nada, pero que les permite aferrarse a la raíz más pura de su propio ser. Hoy en día esto suele entenderse como una suerte de obstinación, como una tara, una enfermedad, pero seguramente debería ser entendido como una forma suprema de voluntad, divina por volver al uso de términos sacramentales. El Amor de los locos y los insensatos no es sino un acto sublime de voluntad.
¿Cuando desaparece el Amor puede hablarse de Dios en omisión? ¿Es la desaparición del Amor la retirada de Dios? ¿O es la desaparición del Amor la forma que tienen los amantes de darle la espalda a Dios? Si los locos y los insensatos siguen encadenados al Amor es precisamente porque el Dios que habita en ellos y al que no pueden renunciar no se lo permite. Aunque quisieran, no podrían. A pesar de su alucinación, seguramente no hay ser humano más puro que un Amante loco, de la misma manera que no hay hombre más íntegro que Don Quijote, el Caballero de la Triste Figura, aquel con la suficiente voluntad y tesón como para permanecer fiel a sí mismo, y seguir únicamente a los dictados de su propio corazón, aunque todo el repertorio del mundo se muestre contrario a ello.
El sentido de la vida no es encontrar algo dentro del mundo, ni siquiera el Amor. Tampoco es “encontrarse a uno mismo”, desde luego. Todo eso no son sino sandeces motivacionales que no significan nada. Uno vive dentro de su yo hasta el día de su Muerte. Si hay algo que uno no puede encontrar, es a sí mismo. Uno es uno mismo, siempre, haga lo que haga. Si el sentido de la vida es algo, desde luego no es experimentar algo, pasar por algo, ser testigo de algo… sino crear algo. Es en la creación del Amor, y no la experimentación del Amor, en donde el espíritu humano alcanza su cénit, algo que, intuitivamente, sólo los dementes parecen entender.
Es de esta clase de amor insensato del que hablo en mi nueva novela, que di ya por concluida hace unas semanas y que ahora mismo tengo “en conserva”, macerándose, a lo loco. Le he entregado una primera versión a mis confesores literarios y estoy a la espera su dictamen, que en realidad no necesito. Si lo hago es, más bien, por deferencia y porque todo el asunto me sirve de banco de pruebas. De algunos de mis confesores literarios me interesa mucho lo que tengan que decir, sí, de otros sólo deseo conocer una primera impresión general. A algunos pocos debo interpretarlos a la inversa (si les gusta el libro, es que el libro es malo, y si les desagrada, es que es bueno). Mientras lo terminan de leer aprovecho para ir preparando la maquetación y todos los detalles relativos a la publicación. La fecha de la misma, si no hay cambio de planes, será el día 30 de septiembre.
(21/11/2018) Leer Prosía de amor
(10/12/2018) Leer Corpus Amandi
(01/05/2019) Leer Breve informe del proceso de escritura de La rosa y la espina
(18/08/2019) Leer Las últimas cartas de Amor de la Historia
(30/09/2019) Leer Annäherung an die Frage der Wirklichkeit
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Reseña de Serotonina, por Michel Houellebecq
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