Corpus amandi
La primera rémora, la más difícil de soslayar a la hora de escribir un libro de amor (que es en lo que estoy sumergida desde hace unas semanas) es que, con toda seguridad, el amor es el tema más transitado y recurrente tanto en la Historia de la Literatura como en la Historia del Arte. El amor (y me refiero exclusivamente al amor romántico, de pareja, o, como se le denomina hoy en día: heteronormativo, dejando a un lado otras formas de amor como pudieran ser el paternal, el fraternal o el religioso) ha sido tratado y estudiado no sólo por artistas, sino también por filósofos, sociólogos, psicólogos, antropólogos e incluso historiadores. El hombre lleva escribiendo sobre el amor desde los albores del tiempo y, apriorísticamente, no hay mucho que se pueda añadir o puntualizar. Todo lo que pudiera decirse sobre el amor parece haber sido ya escrito, compuesto o consignado en alguna forma. Probablemente sólo hay un tema sobre el que se haya escrito más que el amor, y ése es la muerte. La muerte y el amor son, seguramente, los temas más profundamente tratados en la historia del hombre. ¿Proviene, quizá, el amor, de la conciencia humana de la muerte? ¿Es el amor, quizá, un intento de trascendencia ante la muerte?
Sin embargo, aún hoy en día, el hombre, con esa extraña persistencia que le caracteriza y que parece casi insuflada por algún hálito divino, por un aliento superior, sigue escribiendo libros de amor, o sobre amor, y componiendo canciones de amor, o desamor, o meta-amor. Las historias de amor nunca terminan de pasar de moda, siempre están ahí, insistiendo, reiterando, recordando, señalando. El amor es un tema sempiterno quizá porque se trata de una fuerza impetuosa que, antes o después, de un modo u otro, acaba tocándonos a todos. Un tema universal. Siempre hay un momento en la vida de las personas, hasta las más escépticas, descreídas y chulitas de la vida, en el que todas esas ridículas y empalagosas canciones de amor cobran súbitamente un significado especial y dejan de ser tan ridículas. Pocas trayectorias vitales hay que no se topen, de un modo u otro, una vez o múltiples veces, de forma fructífera o destructiva, con el amor. Liebe ist für alle da.
Me complace pensar que estoy escribiendo algo sobre un tema imperecedero y mi aspiración no es sino la de poder aportar mi pequeño granito de arena, ínfimo, a la vasta espesura de la literatura amorosa, que es del todo inabarcable. Desde que el hombre se alzó sobre el animal, en el que el amor es puro instinto, ha estado buscando y analizando el amor. Así las cosas, desalienta mucho saber que cualquier cosa que como escritora pueda concebir sobre el amor ya ha sido previamente escrita, seguramente con mucho más atino y perfección que como podré hacerlo yo, pero también gratifica y relaja el hecho de ser consciente de que me adentro en un océano que, por alguna razón, despierta en el alma humana un interés incorruptible. ¿Llegará el hombre, alguna vez, a descifrar todos los misterios del amor?
El modus operandi que he seguido para poder solventar esta dificultad, de poder obviar esta inmensidad amorosa que me precede, es reflexionar más hondamente sobre el tipo de amor específico sobre el que quiero explayarme. Existen muchos tipos de amor, y muchos más tipos de amores literarios. No es lo mismo el ridículo y adolescente amor de Romeo y Julieta (obra que, obiter dictum, considero una de las más sobrestimadas insulsas y pueriles de la Historia de la Literatura) que el amor transvitálico de El amor en los tiempos del cólera (obra que, a mi parecer, es una de las mejores historias de amor jamás escritas y que considero mucho más bella que los Cien años de soledad; ésta es mi opinión y también la del mismo García Márquez). No es lo mismo el amor ñoño de Ryan O’Neal y Ali MacGraw en Love Story, que el amor enfermizo y transgresor de Marlon Brando y María Schneider en Último tango en París. No es lo mismo el amor transgeneracional de Lolita de Nabokov que el amor platónico de Don Quijote por Dulcinea del Toboso. No es lo mismo el amor en Marcel Proust que en Isabel Allende. No es lo mismo el amor a los 20 que a los 40, el amor inspiracional que el amor perdido, el amor traicionado que el amor muerto por desgaste, el amor consumado que el amor en la distancia, el amor desesperado que la esperanza de un amor, el amor orgiástico que el amor ascético.
Por lo tanto, mi primera tarea no ha sido otra sino la de delimitar y cercar con precisión de sextante el corpus amandi de mi prosía de amor, algo que se ha demostrado bastante complicado debido a que (y esto es un adelanto) mi intención es desligar la obra de cualquier tipo de trama narrativa o tesela argumental. Lo que estoy escribiendo es un libro de amor, pero no una historia de amor (eso lo haré, quizá, en mi siguiente incursión literaria; ya veremos). Considero que podría decirse que lo que estoy escribiendo podría describirse como un libro conceptual sobre un amor concreto, preciso y diferenciable en su unicidad. De aquí se derivan dos consecuencias literarias (ligada la una a la otra) que debo tener muy presentes en el futuro: a) debo reconciliarme, en este proyecto, con la idea de que no podré contar el suceso amoroso particular que aconteció en mi vida más que de forma parcial, fragmentada o, más precisamente, descontextualizada, libre de cualquier tipo de pretexto narrativo, y b) si quiero, algún día, llegar a contar in toto la experiencia amorosa particular y privada que es la que me ha impelido a emprender esta nueva singladura literaria, deberé escribir otros libros inspirándome en el mismo episodio, aunque dándole otro tratamiento diferente.
Dicho de otro modo: la persona desencadenante de toda esta incontinencia verbal amorosa en mí, o mejor dicho, de los sentimientos profundos en cuyo centro se encuentra, aparecerá, seguramente, en otros proyectos literarios futuros. Seré sincera: a mí el amor no es un tema que me haya interesado en demasía hasta ahora, pero, como ya adelanté, eso ha cambiado y me encuentro en una fase de mi vida en la que el amor, como fuerza ascensional del espíritu, me parece un tema fascinante. Me paso los días releyendo historias de amor que, en el pasado, no habían captado mi atención, pero ahora sí, o viendo películas que, hasta ahora, había considerado pueriles y que ahora me parecen verdaderos estudios sesudísimos sobre la profundidad del ser humano. El amor, en mi anterior obra, El menstruador, pasa casi como de puntillas, subrepticiamente, sin enfocarme demasiado en él. Si no fuera porque no me gusta revisitar el pasado una vez que ya ha sido colocado el punto final y porque ahora mismo tengo demasiados proyectos literarios en mente que me lo impiden (estoy viviendo algo así como una explosión creativa en mi interior), no descartaría reescribir algunos de los pasajes de El menstruador, pero en esta ocasión desde una nueva perspectiva en la que se analice con mayor profundidad cuáles fueron los movimientos de amor implícitos en sus protagonistas. No de cara a una corrección de la obra, por supuesto (una obra publicada ya no debe cambiarse), sino reformulados, seguramente en forma de relatos breves. Es algo que podría hacer, pero que no haré.
La segunda dificultad a la que debo enfrentarme con esta nueva obra es escribir mientras, simultáneamente, intento superar el trance amoroso que la ha desatado. Otro adelanto: el libro en el que trabajo y la coyuntura emocional en la que me encuentro en este preciso momento, orbitan, concomitantemente, alrededor de un amor, su nacimiento y el exilio del objeto amoroso. Me niego a utilizar el término desengaño, o las expresiones “muerte del amor” o similares. Éste no es un libro de reproche por el amor que se marcha, ni tampoco exactamente sobre la melancolía que le queda a los amantes abandonados, sino, más bien, de regocijo por el amor que se queda, que no se retira cuando el ser amado se marcha, aunque eso es algo que ya le deberá quedar claro al lector cuando lo concluya. Lo que deseo señalar ahora es que escribo este libro mientras vivo este libro, lo cual me dificulta sobremanera poder contemplarlo en la distancia, desde un racionalismo puro, con la asepsis quirúrgica de la distancia y el tiempo. Tengo un drama emocional que superar y, quizá, la única manera que he encontrado de hacerlo es escribiendo. Escribir es curar la desgarradura que, por una razón u otra, todos llevamos dentro. ¿Se puede escribir desde la paz y el sosiego espiritual? Yo no, desde luego. La escritura auténtica nace siempre de un sentimiento de rechazo al entorno, de descontento con el sino, de recusación de la realidad.
A pesar de disponer de todo el tiempo que desee para su redacción, escribo con urgencia, azuzada por una fuerza superior y bárbara, con una prisa primitiva, rápidamente, ya, aquí, ahora, precisamente porque deseo imprimirle a la obra un carácter impetuoso, espontáneo, alejado del racionalismo literario de mi anterior obra, El menstruador, que procede de un proceso quizá obsesivo de reflexión a posteriori, transfactual, y, por eso, está teñido de una cerebralidad asfixiante. En muchos sentidos (en casi todos, aunque no en todos) este nuevo libro es una antítesis de El menstruador.
Lo que en El menstruador era racionalismo, en este nuevo libro es emotividad.
Lo que en El menstruador era pasado, en este nuevo libro es presente.
Lo que en El menstruador era prosa narrativa, en este nuevo libro es lírica.
Lo que en El menstruador era expansión, en este nuevo libro es jugo, pulpa.
Lo que en El menstruador era documentación, en este nuevo libro es cántico.
Lo que en El menstruador fueron años de escritura, ahora será sólo un instante fugaz.
La tercera dificultad, una de las más difíciles de aprehender, es la de escribir un libro de amor en una época en la que el amor profundo está completamente denostado y es entendido más bien como una debilidad, como una tara del alma. Recuerdo que hace no mucho saltó a los medios de comunicación una interesante noticia. Un chico joven vio a una chica joven en el autobús, o en el tranvía, y rápidamente, con esa inocencia trémula de la postadolescencia, se enamoró arrebatadamente de ella. Por desgracia, el chico no reaccionó a tiempo, la chica se apeó y él la perdió de vista irremediablemente. Durante semanas estuvo viajando en la misma línea, en el mismo horario, con la esperanza de volver a cruzarse con ella. Después amplió su batida y empezó a viajar durante todo el día. Vagabundeó por las calles aledañas a la estación en la que ella se apeó, buscándola, presintiéndola, escudriñando la orbe con la esperanza de dar con algún indicio de su existencia, rastreando por si acaso se topaba con alguna de sus amigas (al parecer la razón por la que no se acercó a ella en primera instancia es porque iba acompañada de sus amigas). Todo fue en vano, su amada había desaparecido. Pero el enamorado no se resignó y finalmente optó por escribir una conmovedora declaración de amor que, al no poder enviarle a su amada, colgó en todas las estaciones de la línea de autobús (o de tranvía) y, después, por toda la ciudad. Al final de la declaración el enamorado incluía un número de teléfono y le rogaba a su amada que se pusiera en contacto con él.
Rápidamente las asociaciones feministas (la orwelliana Liga Anti-Amor de nuestra época) lo condenaron por acosador y malnacido y el joven empezó a recibir todo tipo de ofensas por internet. Poco le faltó para no ser denunciado y acabar encerrado en una mazmorra. Lo de siempre. No son pocas las ocasiones en las que esta omnímoda facción de la sociedad habla sobre la abolición del amor romántico y de cómo éste es un instrumento de control heteronormativo para subyugar a la mujer, etcétera (leer El menstruador para más referencias).
Más allá de este terrorismo político, lo cierto es que el amor ha dejado de ser una virtud en nuestra sociedad, una bendición, un propósito en sí mismo, una forma de enriquecerse espiritualmente. Ya nadie habla de amar, de la sustancia con la que se llena el alma cuando se ama profundamente, bien. De lo que habla la gente es de técnicas para ser amado. A nadie le interesa ya amar, sólo ser amado. Las revistas están llenas de artículos repletos de estrategias destinadas a obtener amor ajeno, para ser digno de amor, pero nadie hace el más mínimo movimiento para promover el acto de ofrendar amor. Todo el mundo está hambriento de amor, pero casi nadie está necesitado de amar, de amar más, de ser más él mismo, en el amor, de ser más productivo amando… Se busca el amor sólo como una garantía social, como un sello de aprobación de las masas, o como un intercambio (te amo si me amas y, si no me amas, no te amo). Se sobrevalora la búsqueda del objeto amoroso, que se entiende como una recompensa amorosa, y se obvia la propia función amorosa, que se entiende como un sobrentendido, como un algo de lo que no hay que preocuparse. Nadie se plantea si realmente es capaz de amar al objeto amoroso de su elección, la gente se cuestiona sólo lo que obtendrá en el intercambio amoroso. Dar amor se considera, en nuestros días, una imbecilidad o, en el peor de los casos, una agresión. Paradójicamente también ocurre que se evita el conocimiento relativo al saber recibir amor. Se desea recibir amor, pero siempre dentro de unos parámetros muy definidos por las costumbres y las rutinas ya que, más allá de ello, se entiende que el recibir amor, más allá de la transacción acordada por las partes interesadas, es una responsabilidad inadmisible. A pesar de que todo el mundo desea (confesadamente o no) ser amado, la mayoría no están dispuestos a aceptar ese amor, a responsabilizarse de él, a estar a la altura de él. Se busca ser amado, pero, en realidad, se considera que ser amado es una molestia. Más bien lo que la gente necesita es ser codiciado, para que sus activos valgan más en la especulación del mercado de la personalidad.
Durante las últimas semanas he buscado apoyo anímico y emocional en mis allegados, y también en algunas personas a las que no conozco en absoluto. En la mayor parte de los casos me han escuchado con una gran extrañeza condescendiente y los consejos que he recibido han sido más o menos así:
—Olvídalo. Tienes que pensar en ti misma, quererte a ti misma.
—Pasa, no quieras a quien no te merece.
—Sé feliz y no te comas la cabeza.
Es decir, he recibido consejos (por favor, disculpen la expresión) de mierda, ya que son consejos que, de entrada, niegan el amor, son contrarios a él y, de hecho, pretenden incitarme a alejarme de él. No debo amar si no se me ama, me aconsejan. Dicho de otro modo: me dicen que el amor es una moneda de cambio, y no un propósito en sí mismo, un bien supremo que hay que desarrollar.
Quererme a mí misma, egomaniacamente, pensar en mí misma es lo que ya he hecho durante años y en verdad aseguro que nunca me ha servido de mucho. Quererse a uno mismo no soluciona el problema trascendental del hombre. No creo que el pensar constantemente en mí misma, en mis necesidades, haya mejorado mi vida. Vivimos en una sociedad en la que todo el mundo piensa, primordialmente, en sí mismo, y sólo en sí mismo, y en lo que se merece, y en lo que exige, y en sus expectativas. Todo el mundo es príncipe de sí mismo. Vivimos en una sociedad que nos empuja a que sólo nos amemos a nosotros mismos… ¡Y a nadie más! Y así nos va. De un modo velado, cuando se le confiesa a una tercera persona que se ama, la respuesta que se recibe es más o menos la misma que cuando se dice que se padece un resfriado.
—Mejórate pronto.
Ofrendar se considera una forma de empobrecimiento, una transacción fallida, un mal negocio, y ahí reside el error de nuestro tiempo. Amar no es restarse, mutilarse o amputarse, sino multiplicarse, potenciarse, convertirse en fuerza vital. Amar no es empobrecerse, sino enriquecerse, ganarle la partida a la muerte.
Apenas un par de personas, algo más sagaces de lo normal, han sabido darme la enhorabuena por haber sido capaz de sentir una pasión tan fuerte a mi edad, envidiarme por el dolor que sufro.
—Jo, ojalá yo pudiera sentir ese dolor que te anega, Lázara. Yo hace años que no soy capaz de aglutinar ilusión por nadie.
Lo cierto es que a partir de cierta edad es prácticamente imposible sentir pasiones o ilusiones. Lo que se tiene son dependencias, rutinas, costumbres, necesidades que satisfacer, pero amor puro… eso, a partir de los 30, ya no lo siente casi nadie. La gente tiende a buscarse amores-cojines, amores-sofá, amores fáciles, amores-transacción comercial, cómodos, preacordados, en los que poder relajarse y e incluso olvidarse de amar. Amar es una tarea dificilísima que requiere grandes dosis de esfuerzo, disciplina, honestidad y conocimiento de uno mismo. Respóndase usted, estimado lector: ¿cuántas personas ha conocido usted en su vida que sean realmente capaces de amar?
Aún no tengo fecha para la conclusión del libro. Yo diría que lo acabaré en el primer trimestre de 2019, aunque pudiera retrasarse, no lo sé. Apenas estoy en la fase inicial de composición, adensando, y es pronto todavía para los pronósticos. Después lo dejaré reposar, lo entregaré a varios de mis confesores literarios para que me den una primera impresión de la criatura y, mientras tanto, me iré ocupando de cuestiones adyacentes como la portada (para la que quiero contar con la ayuda de un artista gráfico) así como de la maquetación y ornamentación del texto, que será, seguramente, algo más barroca que en mi anterior publicación.
También aprovecharé para tomar algunas decisiones importantes. ¿Lo publicaré o sería mejor dejarlo guardado en el cajón para una mejor ocasión? ¿Merecerá la pena el barbecho de enviarlo a concursos literarios? Una parte de mí se siente tentada de publicarlo bajo seudónimo, y no bajo mi nombre real, pero debo aún sopesar en detalle las ventajas o desventajas de hacerlo así.
Esta será, seguramente, mi última entrada del año. Sin más, me despido de todos mis lectores (y lectoras) deseándoles un Nuevo Año rebosante de amor. One Year Of Love.
(21/11/2018) Leer Prosía de amor
(05/01/2019) Leer Breve informe del proceso de escritura de La rosa y la espina
(01/07/2019) Leer Dios en acción
(18/08/2019) Leer Las últimas cartas de Amor de la Historia
(30/09/2019) Leer Annäherung an die Frage der Wirklichkeit
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