Ad libitum

La mayor parte de las personas, la mayor parte de nosotros, nos acostumbramos, a lo largo de los años, a perder, a que mancillen nuestros sueños, pisoteen nuestras esperanzas, boicoteen nuestra confianza y violen toda la ilusión y el optimismo que seamos capaces de aglutinar en la vida. Permítanme que les presente a alguien diferente, alguien que venció a la adversidad, que bregó contra los rigores de la competencia y que finalmente se alzó victorioso sobre los sinsabores y desplantes del destino: el pianista malagueño Jesús García González.
       Jesús García González (Tito García González, que es como le llaman sus allegados y también su nombre artístico) presentó su disco Quixote in New York en junio de 2016, en el prestigioso Carnegie Hall de esa ciudad, la ciudad, Nueva York, entre los fulgores de Broadway y el estrépito de la Quinta Avenida, entre la sombra del Rockefeller Center y el remanso de Central Park. Todos se deshicieron en ditirámbicas alabanzas, se publicó una foto de Chucho Valdés con el disco en sus manos, felicitándole por él, las secciones culturales de ABC, EFE, Europa Press, Der neue Tag o Amberger Zeitung se hicieron eco del concierto, RTVE le dedicó un programa especial y todo el asunto, en general, fue interpretado como el culmen de una carrera artística, como la consecución de unas metas ambiciosas, como la resulta de una vida sacrificada por las 88 teclas de un piano, pero se equivocaron. Lo que casi nadie sabe, o sabe, pero sin tener en consideración, es que aquello no era sino el preludio de una ebullición que habría de producirse después, a muchos kilómetros de distancia, en un ámbito mucho más frío y prófugo de la algarabía neoyorquina. Jesús conquistó Manhattan en primer lugar, después tomó Berlín. Ocurrió como expongo a continuación:
       Tito (en realidad Jesús, ya que Tito sólo es el nombre artístico y yo no me refiero ahora al artista, sino al hombre real, vulnerable, presa de debilidades e inclinaciones como todos los demás), bascula entre la refrescante sensación de la misión cumplida y el temor por enfrentarse a un público extremadamente exigente, el berlinés, y, por si esto fuera poco, con una composición que ahonda en las ergástulas más profundas de la vergüenza histórica alemana.
       La vida es extraña y cabrona, piensa Tito (Jesús), rara vez le brinda a uno emociones puras. Es tan difícil sentir una alegría plena y completa como lo es una tristeza total y obligatoria. Siempre es un poco de lo uno y pequeñas dosis de lo otro. Quizá por eso la música, esa estilización del sentimiento, provoque fascinación en los hombres. La música sí tiene la capacidad de transmitir sentimientos puros; incluso los sentimientos encontrados, contrapuestos, son representados en su forma más pura, no encarnados con toda la confusa zozobra anímica propia de los seres humanos. La música puede ser puramente alegre, puramente melancólica, o incluso netamente agridulce. Empero, la vida nunca lo es. Inmerso en estas cavilaciones se acerca a la ventana del hotelucho de la Bülowstraße en el que, por razones logísticas, se hospeda. No puede permitirse ningún riesgo, ningún tropiezo, ningún contratiempo que le impida llegar a tiempo a la cita que tiene con su propio destino.
       Jesús (insisto: Tito es una idealización), está razonablemente nervioso, a pesar de los años de experiencia a los que puede asirse, pero goza de una gran ventaja de lo que ni él mismo es del todo consciente: sabe, positivamente, que tiene una cita con su propio destino. No es que lo diga yo, es que él mismo era perfectamente consciente de a lo que se enfrentaba. A la mayor parte de nosotros el destino nos asalta de sopetón, súbitamente, y a menudo ni siquiera nos damos cuenta de que en unos instantes acaba de decidirse nuestro devenir. Cuando queremos reaccionar, cuando deseamos tomar la decisión adecuada, ya es demasiado tarde. Pero él está sobre aviso y conoce, más allá de la intuición, las implicaciones de la actuación a la que está a punto de enfrentarse. Satisfacción y miedo, decía en el párrafo anterior, es lo que siente en este instante. Veamos el origen de estas dos emociones.
       Satisfacción: la satisfacción de Tito (la satisfacción la disfrutaba Tito pero el miedo era más bien sobrellevado por Jesús) proviene del hecho de que lleva más de un mes preparándose concienzudamente para el acontecimiento. Todas las invitaciones han sido enviadas ya: a amigos, familiares, compañeros de estudios, directores de orquesta, presentadores de radio, a los periodistas de las revistas culturales más relevantes… El ensayo general fue muy productivo. La acústica, perfecta. Acudió RTVE (convocada previamente por él mismo) a grabarlo ya que las estrictas normas de la sala prohibían tajantemente cubrir el recital en directo. Se conformaron con el ensayo general. Jamás quedaría testimonio visual del recital, como ocurre siempre con las cosas realmente importantes y trascendentes. El traje (Armani) está limpio y planchado. Fue debidamente plegado antes de partir, con mucho mimo, para no causarle ni una sola arruga o doblez en la maleta. Ahora está expuesto vacío sobre la cama, aplastado como un cadáver de tela. Corbata nueva (italiana, seda), gemelos de oro, calzado reluciente, pelo recién cortado esa misma mañana, perfume del caro, del que me regaló mamá en Navidad. La comida ha sido pretendidamente ligera. Alimentos excesivamente grasos pueden entumecer los aductores, flexores y lumbricales, sobre todo de la mano izquierda, y provocar a la postre la sensación de que se está tocando con morcillas en lugar de dedos. Ha vencido la tentación de echarse una pequeña siestecilla para no embotar sus sentidos; había descubierto hace ya años que echarse una siestecilla, lejos de ayudar a sobrepasar al sopor postprandial, lo acrecienta, y Tito desea permanecer alerta durante el resto del día, afilado.
       La mayor parte de personas, la mayor parte de nosotros, percibe únicamente el acto final, el éxito, la culminación, pero no imagina la ingente cantidad de trabajo que hay por parte del músico antes de un recital de esta naturaleza, la sísifea tarea preparatoria que lleva a cabo un músico para sacarle el máximo partido a su propia actuación. Quizá cuando uno es una figura de renombre internacional, una estrella consagrada, dar un recital de piano consiste, poco más, en ir, tocar, recibir los aplausos, coger el cheque y regresar al hotel, algo fácil, accesible, pero no habían sido así las cosas para Tito, que anticipatoriamente llevaba en Berlín alrededor de un mes luchando para poder sacar de su propia alternativa el máximo provecho. Con ayuda de familiares diseñó los carteles del concierto, los imprimió, y, enrollados en un cartapacio tubular, los trajo consigo en el avión. Así es como se hacen las cosas cuando no se dispone de una oficina de producción, de todo un carísimo y eficiente sistema de promoción como aquellos de los que gozan las estrellas: personalmente, a mano, a base de sacrificio personal, dar la tabarra, gastar la suela de muchos pares de zapatos y acumular mucha frustración. Contactó con miembros de la embajada española y el Instituto Cervantes para que le ayudaran a la hora de publicitar lo que habría de ser el primer recital realizado en la Philarmonie de Berlín por un pianista español. Y es que (y esto lo saben sólo una de cada mil personas) en el Carnegie Hall han tocado muchos españoles con anterioridad, pero ser cabeza de cartel en la Philarmonie de Berlín, ay, eso ya son palabras mayores. ¿Pueden ustedes imaginar todas las trabas implícitas en conseguir algo así? Un mes in toto estuvo Tito actuando como su propia agencia de comunicación, luchando por dejar bien atados todos los aspectos logísticos del concierto, desviviéndose para que cada uno de los detalles relativos a su actuación no quedaran al albur del azar. ¿Pueden ustedes imaginar, aunque sea por un momento, el rapto de decisión y voluntarismo, el precipitado de obstinación y tesón, el estofado de obcecación y desesperada ilusión que supone ir a un consulado con el siguiente discurso?
       —Hola, buenos días, señores embajadores y señores cónsules. Mi nombre es Tito García González, y voy a ser el primer pianista español en dar un concierto en la Philarmonie de Berlín. ¿Podrían ustedes ayudarme, por favor?
       Todo esto es lo que le queda velado al espectador de un concierto, lo que no conoce, lo que no ve, lo que no imagina, pero sobre lo que se sustenta todo lo demás. Así las cosas, bien podía decirse que Tito había hecho todo lo posible por y para sí mismo. Y los resultados estaban ahí, presentes, tangibles. Sus ambiciones estaban pasando de ser meras ensoñaciones más o menos ilusas, más o menos abstractas, a adquirir el plúmbeo peso de la realidad, de lo cognitivo, de lo existente, de lo acaecido de facto. Tan es así que unos días antes, durante el ensayo general que grabó RTVE, al entrar en el vestíbulo de la Philarmonie de Berlín, Tito había podido ver el cartel anunciador de los conciertos de todo el fin de semana en el que él mismo habría de tocar y en ellos, junto a una foto suya en la que lucía sonriente, soleado como un atardecer malagueño, aparecía otra de un concierto de Anne-Sophie Mutter en relación al cuadragésimo aniversario de su primera grabación con Herbert von Karajan en la Deutsche Grammophon. Dirigía la orquesta el mismísimo Ricardo Muti. Es posible que estos nombres no le digan nada a usted, pero pertenecen al panteón de lo más ínclito y egregio de la alta cultura musical. Imagínese que es usted, no sé, un actor de cine desconocido y en la entrega de premios de la Academia la organización le sienta entre Lawrence Olivier y Marlon Brando. O imagínese que es usted un pintor y el museo organiza una exposición en la que sus cuadros se encuentran mano a mano con los de Zurbarán, Rembrandt o Velázquez. ¿Qué cotas de orgullo y satisfacción cree que albergaría en esos instantes? Pues ahí estaba Tito, observando aquel cartel, algo ojiplático y estupefacto aunque pretendiera no estarlo, inundado por una balsámica sensación de justicia divina, pensando algo más o menos en estos términos:
       —Ya está. Lo conseguí. Soy. Existo. Estoy aquí. Ésta es mi existencia. Ésta es la verdad de lo que soy. Ésta es mi misión. Puede por fin comenzar mi tarea. Proclamo desde aquí mi lugar en el mundo.
       No sé ustedes, pero yo jamás he podido sentir algo similar y dudo mucho que vaya a hacerlo alguna vez. Lo imagino como una burbujeante explosión anímica, como un vértigo existencial. Conque Tito se encuentra ahora mismo en su pequeño hotelucho de la Bülowstraße (no es gran cosa, lo máximo a lo que podía aspirar su exiguo presupuesto), mirando por la ventana y digiriendo todo esto y, como digo, sintiendo una más que razonable satisfacción personal. Satisfacción y miedo, decía más arriba. Analicemos ahora la otra sensación con la que negociaba en estos instantes: el miedo.
       Miedo: Tito (Jesús) no se disponía a tocar un nocturno de Chopin, ni una sonata de Liszt, ni una obertura de Rajmaninov, ni un minueto de Mozart ni nada que estuviera avalado por el mármol de los siglos, sino que pretendía interpretar una composición propia, con todo lo que esto conlleva en riesgo escénico y apuesta intelectual. Cuando un pianista toca a Chopin cuenta con la connivencia de todo el público presente, que se sabe la música, que puede predecir cada nota, que muy difícilmente podrá alegar que la música es mala, que en ningún caso podrá asegurar que no entiende la pieza. Salvo con públicos muy, muy, especializados tocar este tipo de composiciones es ir a lo seguro, no arriesgar, claudicar: una suerte de conformismo artístico.
       Cuando se toca una pieza propia se pone, en lenguaje llano, toda la carne sobre el asador, se apuesta al todo o nada, se camina al borde del abismo. Evidentemente esto provoca una considerable dosis de intranquilidad y desasosiego en nuestro joven pero apasionado pianista malagueño, que no puede evitar temer la posibilidad muy real de que el público asistente no acepte su composición, o no le agrade, o reaccionen con rechazo intelectual. Pero todo esto no es sino lo evidente, lo predecible. En realidad existe otra razón por la que nuestro Jesús (Tito) de la Bülowstraße siente intranquilidad (o miedo), pero para comprenderla es necesario saber algo sobre la idiosincrasia Alemania actual.
       En Alemania no existe un concepto claro de lo bueno y lo malo (y me refiero ahora a lo moralmente bondadoso o lo maligno, no a lo artísticamente válido o lo estéticamente hediondo). De hecho, ni siquiera existe una clara diferenciación entre lo políticamente adecuado o lo políticamente indeseable. En la agenda política, social, ética, y cultural alemana sólo existen dos polos: lo nazi y lo no-nazi. Todo se resume en eso. Cualquier debate se reduce a eso. Cualquier iniciativa política queda etiquetada sólo de una manera o de la otra. Piénsese en lo siguiente: en Alemania educan a los niños en las escuelas poniéndoles La lista de Schindler mucho antes de que aprendan incluso a montar en bicicleta. Es extraño hablar con un alemán de menos de 30 años que no sienta una profunda vergüenza por el pasado de su país, por actos de guerra con los que no guarda ninguna relación directa y de los que, en modo alguno, es responsable. En Alemania está prohibido poseer una gorra de las Shutzstaffeln (la de la calavera), aunque sea para hacer la broma macabra con los amigos (no se toleran las bromas con este tema), o un ejemplar del Mein Kampf (que se puede comprar en todo el mundo excepto en Alemania), o una bandera con una esvástica. En la Puerta de Brandenburgo se pueden adquirir todo tipo de suvenires del ejército rojo, o del ejército americano, mas no del ejército nazi. En Alemania se condena a la gente si ponen en duda la autenticidad del Diario de Ana Frank (a pesar de estar escrito con un bolígrafo mucho antes de que existieran los bolígrafos), si relativizan las cifras del Holocausto judío, si se cuestiona alguno de los aspectos relativos a lo que comúnmente se conoce como Solución final (Endlösung de Judenfrage, en alemán) o si se desea discutir sobre la imparcialidad de los juicios de Nürnberg. Todos estos temas deben ser, en Alemania, tratados con el máximo respeto y con sumo cuidado de no pisotear, quizá sin quererlo, alguna sensibilidad.
       Y hete aquí que nuestro pobre Jesús se proponía tocar una pieza compuesta por él mismo que, además, está basada precisamente en el bombardeo nazi realizado por la Legión Cóndor sobre la población de Guernica, País Vasco, poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Dicho de otro modo: se disponía a meter el dedo en la llaga, a recordarle a los descendientes de los nazis lo malos, malísimos, que eran sus ascendientes, a jugar con fuego, a meterse, como extranjero español, a recriminarle al país que musicalmente le había acogido su monstruosa actuación bélica. La pieza principal que se disponía a interpretar se llama así Guernica, como el cuadro que Picasso pintó inspirado en el mismo suceso, que es uno de los iconos anti-bélicos más famosos del siglo XX. De hecho Jesús, mientras intenta relajarse en su modesta habitación de la Bülowstraße, idea una ridícula estrategia de contención, no demasiado hábil, para el caso de que los alemanes llegaran a encontrar su actitud artística irrespetuosa, que consiste en alegar que su pieza musical, en realidad, no estaba inspirada en el suceso bélico de Guernica, sino en la obra pictórica de Picasso. En definitiva, que se prepara, mentalmente, una malísima excusa por si acaso la situación pudiera torcerse. Sólo tiempo después, una vez que había interiorizado que el recital había sido un éxito (porque fue un éxito, lo adelanto, tanto que incluso llegó a tocar dos veces Guernica), racionalizó Jesús lo ridículo que era haber diseñado apriorísticamente una excusa tan barata. Sí creo necesario mencionar todo esto para subrayar hasta qué punto nuestro músico malagueño estaba intranquilo, agitado, vibrátil. Lo suficiente como para diseñar estrategias desesperadas para situaciones que nunca habrían de producirse.
       Así las cosas, Tito-Jesús observa por la ventana de su hotel en la Bülowstraße y ve llegar al club de estriptís que hay justo enfrente de su hotelucho a una chica artificialmente rubia, neumáticamente turgente. La chica, joven y atractiva pero con una mirada triste y un caminar apresurado, seguramente empieza su jornada laboral. Va vestida con un chándal de color azul topacio, sin el glamur destellante con el que presumiblemente se ataviará en su camerino, antes de salir a escena. Pero su actuación, la de la chica, no es como la que le aguarda a él. Mientras él está a punto de confrontarse con su destino, y lo sabe, la chica se aleja, actuación vespertina tras actuación vespertina, cada día un poco más de él y además no es del todo consciente de ello. Mientras Tito se enfrenta a un reto, la chica artificialmente rubia y neumáticamente turgente del estriptís claudica. Y es que, como digo, somos muy pocos los que tenemos la oportunidad de ser conscientes de cuáles son los momentos claves en los que se decide nuestro futuro. Jesús-Tito no tiene la cabeza como para pensar en chicas turgentes, claro, pero mientras apura la taza de café con la que templa sus nervios sí consigue hilvanar ciertas reflexiones vagas sobre el concepto del destino.
       Finalmente el pianista abandona a Tito y se reúne con su Jesús interior, se da una ducha, se afeita con precisión de cirujano, se anuda la corbata con precisión de marinero, y le da vida a su traje (Armani), que no tiene ni una sola arruga ya que se molestó en plegarlo debidamente antes de partir y en tenerlo bien colgado en el armario durante todo el mes preparatorio. Los zapatos brillan como coleópteros, los gemelos relucen como faros nocturnos, la sonrisa, profesional, dentífrica, está perfectamente engrasada. Jesús toma las partituras y se marcha.
       En realidad, durante todo el mes preparatorio, Jesús (Tito), no se ha alojado en el modesto hotel de la Bülowstraße, sino en el sofá de la casa de un amigo suyo médico y residente en Berlín, por aquello de ahorrar costes, pero hete aquí que dicho amigo vivía en Prenzlauer Berg, en el extrarradio, muy lejos de la Philarmonie de Berlín, por lo que los últimos días se decidió por el hotel, que está tiro de piedra de la Philarmonie y le permitiría dormir sobre un cómodo colchón y estar descansado antes del recital. Dicho de otro modo: Tito (Jesús) había pensado en todo. La suerte le acompañó, no llovía (en Berlín llueve mucho, la verdad) por lo que no había riesgo de que se le ensuciara el traje (lo cual le hubiera obligado a variar sus planes, vestirse con vaqueros, coger su traje y cambiarse directamente en el camerino de la Philarmonie, lo cual hubiera sido una pena, ya que deseaba poder llegar allí correctamente vestido).
       Pero dejémonos de gárgaras introductorias y volvamos al presente. Tito, perdón Jesús (Tito se ha quedado en el hotel) camina. Jesús camina apresuradamente, casi como una bailarina de estriptís que llega tarde a su baile vespertino y ya no piensa en casi nada. Deja la mente en blanco y conforme se va acercando a la Philarmonie va convirtiéndose en piano, en música, en estilización del sentimiento. Jesús ya no es Tito, ni es Málaga, ni es Armani, ni es dentífrico… sino que transmuta en piano, un hombre-música, en hombre-sentimiento. Clave de Sol, a la derecha, arriba. Clave de Fa, a la izquierda, abajo. Guernica, Picasso, Potsdammer Straße, Landwehrkanal, Sharounstraße, Herbet-von-Karajan-Straße, zapatos coleópteros, si bemol. Aparece la fachada amarilla y ladrillada de la Philarmonie. Jesús llega al lugar en donde se juzgarán sus ambiciones. Tito, foto, sonrisa, Sol, Málaga, Anne-Sophie Mutter, Herbert von Karajan, Deutsche Grammophon, Ricardo Muti, ya está, lo conseguí, soy, sentimientos en ebullición, un monstruo de mil caras observando atentamente, saludos, acompáñeme por aquí, ¿desea tomar algo?, nein, danke, bueno, quizá un vaso de agua, el piano.
       El piano, creo que es importante dedicarle unas pocas palabras, no era un piano cualquiera, sino un piano acorde a la pompa y circunstancia que estaba teniendo lugar en el alma de Jesús, un gran cola D-274, un Steinway & Sons, el Rolls Royce de los pianos, un piano negro y brillante a juego con sus zapatos coleópteros, a juego con su destino vislumbrado, un piano del que podía decirse que profesaba cierto grado de entendimiento hacia el pianista, un piano, en definitiva, fabricado sólo para que en él se interpreten las piezas más delicadas de la Historia de la Música. Jesús lo contempla con admiración, con esa admiración técnica de las personas que conocen el auténtico valor de un instrumento de esta categoría (no como lo haría yo, que no sé tocar ni la pandereta y en realidad me dedico a escupir metáforas sobre el piano sin saber muy bien lo que escribo) y casi podría decirse que el piano, el Steinway & Sons, también contempla a Tito, es decir a Jesús, que en este momento es un hombre-piano, un hombre-sentimiento, etcétera, y se produce una comunión entre el piano-hombre y el hombre-piano, y los ecos celestes del destino vibran ya con una intensidad insoportable, y los asistentes al recital, los cónsules y embajadores, los amigos, los músicos, los periodistas, los entendidos, los que han recibido una invitación, los periodistas de las revistas musicales, empiezan ya a tomar posiciones expectantes en la platea, y Jesús ya sólo piensa en términos estrictamente pentagramáticos, en el percusivo cluster inicial de siete notas con el que comienza Guernica, y en el dilatado silencio que le sucede, y la vital importancia de darle la sonoridad adecuada ya que estas notas alegorizan las primeras bombas lanzadas por la Legión Cóndor durante la operación Rügen, y en que se debe imprimir a esas siete notas iniciales la fuerza exacta, mucha sí, pero no demasiada, y todo es muy confuso y opacamente emocionante y al final se hace el silencio ya que el pianista entra en el escenario luciendo un rostro serio y relajado.
       Tito empieza a tocar.
 

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