Expreso transvitálico

Desde el principio supe con claridad que si deseaba sobrevivir tendría que ser mejor que el resto. El riesgo era alto, al igual que la recompensa. Sólo puede quedar uno —decían— y mis posibilidades eran de apenas una entre un millón. Confío en mi instinto y es así como logro escapar de esta confortable cárcel de oscuridad amniótica que es mi hogar. Por fin se revela mi destino, se manifiesta el mismísimo Dios y llega la anhelada oportunidad. Ya puedo percibir el frescor de esta primera inspiración, este primer hálito de vida recorriendo mis nuevos pulmones aún sin estrenar. Soy el uno entre un millón. Por fin, soy.
       —¡Felicidades! Se trata de un varón guapo y sano.
       El calor irradiado por los pechos de mi madre (que aunque no es amniótico es placentero y placentario) me provoca un sosiego en el que me zambullo durante lo que me parece que son horas. Una extraña disposición a la aventura me anima, casi obliga, a abrir los ojos y a realizar mi primera inspección. Mi primera aventura. Todo es nuevo, nuevo por primera vez. El rostro de mi madre, la voz de mi madre, los pechos de mi madre, los extraños objetos que cuelgan en el techo de mi cuna formando absurdas galaxias de planetas gigantescos, el tamaño del espacio, la eterna condena del hambre, el imperativo castigo del dolor, la voz de mi padre, los orines, la mierda de mis pañales, el chupete de plástico. Con el tiempo llegaré a olvidar toda o gran parte de esta fase iniciática de mi vida que más que vida es mera existencia lactante y mamífera.
       Chupo, agarro, eructo, cojo, baboseo, manoseo y huelo los objetos que me rodean mientras me pregunto con instinto salvaje qué ocurrirá si los lanzo contra el suelo. Me pregunto si este otro a mi izquierda será comestible. Me pregunto si la mierda de mis pañales será comestible. Me la como para comprobarlo. Una mariposa se cuela por la ventana y se posa en mi cuna. Me como la mariposa. Sabe mala. No comer mariposas. Contemplo el mundo desde un punto fijo y ni siquiera sospecho que sus fronteras se extiendan más allá del alcance de mi vista. Como no sé decir nada coherente o meramente comprensible se me considera un mudo del alma, como a los perros, lo cual me indignaría, si supiera lo que es la dignidad o lo que son los perros. Por lo que se ve, aún tardaré en saberlo.
       Yo. Mi nombre es Fulano, aunque soy más conocido como Nito y aunque no sé exactamente cuándo nací deduzco por los pañales que me visten y esta jaula de madera en la que estoy encerrado que debió ser hace relativamente poco tiempo. ¡Mamáaaaa! ¡Mira mamáaa! He llegado yo sólo andando hasta el armario pero mis balbuceos son aún demasiado ininteligibles como para permitir una exégesis certera. Mi padre, ese ser ausente, muestra un orgullo especial cuando por fin logro articular mi primera frase. Crezco rápido como una erección vertical y puedo mirar por encima de la mesa, lo justo para comprobar cómo mi padre tiene que irse siempre a trabajar, eso sí, para mi cumple quiero un coche de policía. Masco chicles, muerdo bolis, tatúo mis brazos con ellos, colecciono cromos y juego a los marcianos. De vez en cuando juego a los doctores, o a papás y mamás con Menganita, Nita, la niña del quinto. Pienso casarme con ella algún día. Mi madre me advierte que debo disfrutar del tiempo ya que después viene el cole y se acabaron los jueguecitos.
       Tengo una panda con los colegas y confieso que las chicas me aburren un poco aunque no tanto como el coleccionismo de cromos (esa numismática de mentirijillas o exaltación del trueque) que poco a poco voy sustituyendo por el coleccionismo de ungüentos contra el acné. Asisto a fiestas, preferentemente vestido de negro, en donde se juega a hacer girar la botella y posiblemente a otras cosas después, algo que me pierdo ya que mi padre insiste en que a las once en punto debo estar de vuelta en casa. Mi padre aún no sabe que voy a ser piloto de fórmula uno. Me armo de valor. Le espeto arengas a mi padre.
       —No hace falta que me esperéis despiertos. Yo no tengo por qué obedecerte, no soy tu esclavo y no entiendo por qué quieres amargarme la existencia. Fuck you, eso te digo. Fuck y you. ¿Qué es lo que no entiendes? Voy salir esta noche sí o sí. Carpe noctem.
       Tengo un sueño, un objetivo, una misión sagrada. Voy a ser piloto de fórmula uno, como Michael Schumacher o como Fernando Alonso. Tengo claro que para eso no necesito volverme un gilipollas en la universidad que es algo para maricones. Las fiestas a las que asisto son extremadamente duras en lo que a consumo de alcohol se refiere y las drogas, desde luego, siempre están presentes. Soy un tipo duro. Tomo drogas porque me gustan. Los porros no cuentan. Con una curiosidad nada delictiva ni reprobable he perdido mi virginidad con Menganita, Nita. Parece ser que a partir de ahora nada será ya lo mismo. Aprendo a conciencia lo que es el mal de amores, ay, y aprovecho para sacarme el carnet de conducir a la primera, con lo cual me siento cada vez más cerca de mis verdaderos objetivos.
       Este es un gran año y con provinciana inspiración abandono la escuela dispuesto a experimentar la vida real, inhalarla, exprimirla y violarla. Como no tengo dinero para pagarme la escuela de pilotaje en Montreal me pongo a trabajar provisionalmente de repartidor para unos grandes almacenes. Vivo en un piso compartido con otros dos colegas. Entre los tres salimos a trescientos por cabeza, pero yo ya debo seiscientos cincuenta, sin contar los doscientos que le debo al camello. Cortar con Mengana, Nita, no fue la más acertada de las ideas y espero que Fulanita (también Nita) no se entere de lo de la gogó aquella misma noche, ya que si llega a pillarme seguro que me monta una escena de esas de improperios y bofetones.
       Privadamente me confieso que debí haber estudiado algo. Los números rojos, las pastillas rojas, verdes, beige, amarillas y naranjas, sobre todo las naranjas. Como mejor se come es en casa de mamá. Menganita, Mengana, con su eterna abnegación me ayuda a encontrar un curro de autobusero, o sea, de conductor de autobuses, el cual me permite mudarme a un pequeño pisito en Lavapiés donde al menos vivo sólo sin que nadie me moleste. Mengana después de algunos tumbos ha terminado la carrera y se va a hacer un erasmus a París, en donde realizará nosequé tesis sobre nosecuántos. Todo lo que consigo vendiendo drogas lo ahorro. O eso o lo esnifo, según me da.
       —En cuanto tenga cinco mil euros ahorrados, me voy a Montreal —le suelto desvergonzadamente a los policías de la redada, que, en medio del ajetreo, no parecen prestar especial atención a mi aspiración.
       Sobre todo una pena por lo del bus, que era un buen curro. Me libro por los pelos de la trena.
       Desde que trabajo en el camión no tengo tiempo de ocuparme de nada. ¿Podría alguien, si es tan amable, explicarme cómo coño se hace la puñetera declaración de la renta este año? Hay que ser economista para poder enterarse de algo. Yo soy distinto, soy especial —me digo, aunque cada día me suena un poco más raro.
       —Hoy me ha adelantado Bruno en la Castellana. Bruno, sí, el gafotas manos-de-árbol del colegio. Ese, sí. Iba en un Porsche el muy hijo de puta y quizá por eso o porque siento que soy el único con canas de todo el bar, paso de salir hoy, Zorraida. ¡Joder sal tú sola si tantas ganas tienes de ligoteo! —le grito al teléfono a la pobre que, en realidad, tampoco tiene culpa de nada.
       La culpa de todo la tiene la zorra de Zorraida, Zorri. ¿Esto el futuro? ¿Hace cuánto que empezó? Necesito un plan. Un plan y una rayita. Si no fuera porque Zorri me presiona con un test de embarazo positivo ni me molestaría en escuchar las bobadas que me propone su padre sobre el negocio de distribuir piezas mecánicas de coches antiguos por los plurales mundos de internet. Me gusta su Fiat Spider del 79, eso hay que reconocerlo. Molaría tener ese buga. El padre, su padre, Don Julián, sabe que su hija Zorri espera y vela por sus intereses, los de ella, y pretende que me gane bien la vida para que no pase penurias ni carencias.
       Ya nadie me llama Nito, sino Don Fulano, como Don Julián, lo cual me gusta y me llena de regocijo cobarde. Hinco la rodilla, compro anillo, invito a familiares y amigos ya que la fiesta la pagan sus padres. Siempre puedo ir en un par de años a Montreal, si ahorro. Fittipaldi fue un talento tardío. Sí, quiero. Sí, quiero. Tengo una camiseta que reza: I spend my Honeymoon in Venetia que utilizo para abrillantar las lunas de la berlina.
       —¡Felicidades! Se trata de un varón guapo y sano.
       Cojo al niño un poco como si la cosa no fuera conmigo y Zorraida resplandece en un precipitado de felicidad, dolor y menstruación ochomesina. Menganito hereda los ojos de su madre y el apodo de su padre, Nito. De su abuelo obtiene el color de pelo, y la espásticamente ancha boca de Bruno, el cual parece llevarse muy bien con Zorri últimamente. Asciendo en la empresa, me promuevo, me promueven, Mercedes azul, Fiat Spider negro, secretaria rubia. Soy la envidia de mis vecinos, de los cuales estoy miserable y burguesamente orgulloso. Aparco sobre la línea, mi berlina lo vale. Soy Don Fulano y estoy orgulloso de mi coche, de mi casa, de mi barrio, de la raza de mi perro, de mi equipo de fútbol, de la distinguida clase que se respira en mi vecindario, de mi mujer y de ser español. No tardaré en poder tener un yate. Cuidado conmigo.
       Del único que no estoy orgulloso es de Menganito que es el sol de mi vida y la verdadera razón por la que me desvivo y por la que venzo esta abulia y por la que me levanto todos los días a trabajar. Dejé las drogas por él. Sí, señor. Consumir me gusta. Nunca dejaré de acostumbrarme a que siempre haya cosas que consumir. Consumo, luego existo, eso es lo que importa. Voy de compras con la de crédito y de viaje con la American. Aunque reconozco que no soy un enólogo sé elegir un buen vino en un restaurante. Como el sexo con Zorri ya no es lo que era concentro toda mi atención vital en Nito, el cual abandona el curso de pilotaje a las dos semanas. A veces pienso que le dejamos demasiada libertad. ¡A las once en punto en casa! Me divorcio, pierdo mi casa, mi hijo, mi berlina y una gran parte de mis ahorros. Paso tres noches en comisaría sin saber por qué.
       Hoy ha llegado un email de Mengana, Nita, que vive precisamente en Montreal y me envía recuerdos. Cuando murió Don Julián pasé a convertirme en el más viejo (y antiguo) de la empresa. En reconocimiento a mi labor me regalan una moneda de plata con el logo de la firma grabado en ella. La informática ya no es lo que era, ni mi níveo cabello. Me siento joven, fuerte, sexy y poderoso y les voy a enseñar a todos de lo que soy capaz. Soy distinto, soy especial. Por fin Nito, que sólo viene algunos fines de semana, se arma de valor y me espeta:
       —No hace falta que me esperes despierto. Yo no tengo por qué obedecerte, no soy tu esclavo y no entiendo por qué quieres amargarme la existencia. Eres igual que mamá. Fuck you, eso te digo. Fuck y you. ¿Qué es lo que no entiendes? Voy salir esta noche sí o sí. Carpe noctem.
       Con la excusa de la feria internacional descubro el sexo de pago, que no está tan mal como pensaba. He sido un hombre con más escrúpulos de los que yo mismo reconozco. De haberlo sabido antes. Nito tiene un hijo con Moni, el pequeño Antoñito, Ñito. Joder, ahora soy un abuelo.
       Me dicen que necesitan más hombres como yo mientras me dan la mano mirándome fijamente a los ojos. Me dan una pluma con mi nombre grabado en ella. Soy abuelo y jubilado. Con la pluma relleno el crucigrama y le dibujo bigotes a la rubia de la portada. Eso es porque me aburro. Me levanto a las cinco de la mañana, aunque no sé bien por qué y para justificarlo me pongo a lavar el Spider aunque tampoco sé por qué ya que nunca lo saco del garaje. La última vez que lo hice la gente me pitaba por no ir más rápido. Soy un piloto de fórmula uno de visita constante en el médico. La úlcera me mata pero poco a poco empieza a darme igual. No me quedo en la cama por eso. Me confunden las pocas verdades en las que aún creo, me deprimen las mentiras que me cuento y que ya no sé cómo hacer para creer. Diseño errores que no cometeré. Vislumbro aciertos imaginarios, pasados y futuros. Voy a coger el Almax y no está sobre la mesilla donde lo dejé. ¿Habéis visto mis gafas? Mi cuerpo huele como a garbanzo cocido, mi piel es como de patata y no sé si este extraño pitido en mi oído derecho es normal.
       Mi esqueleto ya no ofrece muchas garantías pero podría eyacular diariamente, si quisiera, lo que pasa es que no quiero. El tatuaje de mi antebrazo se ha tornado nebuloso y sus contornos han quedado desleídos. Me orino encima, mis pantalones parecen dos bolsas de té. Menganito viene una vez al año o así. Sin ayuda de la enfermera no creo que fuera capaz. Cuando me pongo de pie me mareo un poco pero se me pasa en cuanto me tomo un café. El médico me prohíbe el café, por la tensión. De vez en cuando viene alguna otra visita pero en vez de despedirse me dicen que me mejore. La enfermera dice que me tengo que tomar las pastillas para ponerme bien pero a estas alturas yo ya sé de sobras quién me miente. Todos saben quién miente. Yo he mentido muchísimo, lo juro. Sobre todo a mí mismo.
       No tengo ninguna gana de tomarme las pastillas, le digo a las fotos sobre la mesilla. Guardo una de Menganita, Nita, que contemplo con devoción de arqueólogo. Aparece enamoradísima de mí en aquella excursión a Sos en moto. También la de Menganito el día de la graduación me reconforta mucho, y la del día del padre, todos juntos, que creo que es mi favorita. Mira, el Almax. La úlcera. Las fotos. Quise hacer tanto y tuve tan poco tiempo. Piloto de fórmula uno, ja. Menganito por fin me sonríe. Hace años que no le veía sonreírme. La enfermera me toma de la mano, quizá me mida el pulso, no sé. Me siento muy cansado.

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