Silencio en clave de Sol


Los cláxones en la distancia, los cláxones en la cercanía, los cláxones entendidos como nueva forma de lenguaje vial, los carritos de la compra, los carritos de bebé, los borrachos cantores, la tuna universitaria, las conversaciones de a dos, las conversaciones de a tres, los compañeros de piso indiscretos, los estornudos, los niños jugando exaltados, estrenando una vida rebosante, excitada, con profusión de chillidos innecesarios, los niños arrojando sus juguetes sobre el suelo, las paredes sin ningún tipo de aislamiento acústico, las puertas que se abren y se cierran, la risa tonta, la risa innecesaria, los suramericanos con sus reproductores de música a todo volumen por la calle, el reguetón, los vecinos arrastrando muebles, el abuelo que orina no menos de cuarenta veces cada noche, la alarma antirrobo activada por un gato nictálope, la banda ensayando, el bar en la esquina de la calle, el bebé que ha sido debidamente consentido y decantado para berrear sin descanso, el camarero informando a cocina, la cocina informando a camarero, el camión de la basura, el chasquido de los interruptores, el escándalo de los objetos metálicos, el estruendo de las percusiones, la feria de verano, el frotar de los papeles, el grupo de adolescentes inflados de hormonas, el huracán ensordecedor del secador de pelo, el instrumentalista practicando, la interminable cháchara intrascendente, la lavadora centrifugando, la manifestación de CCOO o de la facción justiciera de turno, la motocicleta con el tubo de escape agujereado, el móvil con sus mensajes, alertas, alarmas y advertencias, el partido de fútbol, la pareja que discute, la pareja que copula, el perro que no ha sido debidamente educado, el repartidor de propaganda que necesita que le abran el portal, el silbato del afilador, el televisor encendido 24 horas el día, el tintineo de la vajilla, la vecina, que no tiene nada que hacer en todo el día y que molesta con ridículas cuestiones domésticas, el vecino bricómano. Silencio. Que se calle todo el mundo. Que paren todas las máquinas. Sólo quiero pajaritos de día y grillos de noche.
       Que se calle todo el mundo. Los escritores (muchos, la mayoría) nos alimentamos de soledad y silencio; ya lo he consignado con anterioridad en múltiples ocasiones. Contrasta lo fácil que resulta hoy en día conseguir lo primero con la imposibilidad de encontrar lo segundo.
       No tengo del todo claro qué es lo que necesitan otros escritores para desplegar las alas de su creatividad, pero sí cuáles son los elementos concretos que yo preciso para poder escribir con productividad. Puede que parezcan trivialidades, o excusas para la vagancia, pero a la mayor parte de mis lectores les sorprendería saber lo infructuoso que resulta intentar reunirlos simultáneamente. Son los siguientes: una amplia mesa de trabajo, una silla cómoda, ergonómica, reclinable, con ruedas para deslizarse, con reposacabezas y reposabrazos (la altura de los brazos debe quedar por debajo de la altura de la mesa), un buen ordenador provisto de uno o dos buenos monitores (me consta que hay escritores que escriben sus obras a mano, los muy brutos; yo no pertenezco a ese grupo), un teclado mecánico, no de membrana (los de los ordenadores portátiles no me valen), una buena conexión ADSL que me permita hacer consultas etimológicas, terminológicas, gnoseológicas, históricas o sintácticas en todo momento, una impresora que me permita imprimir lo escrito para corregirlo sobre el papel (sobre el papel la vibración de la prosa es más real y tangible), una amplia estantería en la que poder almacenar todos mis libros (que consulto a menudo y que me hacen una gran compañía, además de servirme de inspiración y estímulo), una nevera llena de comida (no se puede escribir con el estómago vacío), una buena cantidad de tabaco de la marca Pueblo, y silencio, mucho silencio (el oxímoron del silencio atronador lo dejo para que lo recojan aquellos que gustan de las metáforas predecibles).
       El ordenador, el monitor, el teclado, la impresora y la conexión ADSL son razonablemente fáciles de conseguir y en cuanto a la silla, recomiendo la giratoria Markus, de Ikea, que considero una obra maestra de la ingeniería y que es robusta, de alta calidad, y muy inteligentemente diseñada. Además, por si fuera poco, es accesible a los presupuestos más exiguos. Una Markus da, según mis estimaciones, para escribir al menos 300.000 palabras antes de estar demasiado desvencijada y rota y de que empiecen a soltarse sus tornillos, a tomar holgura sus junturas y a resquebrajarse su piel.
       El problema del espacio. A veces veo en Youtube entrevistas a grandes escritores en las que, quizá empalagosamente, hablan de sus influencias literarias, o de su próximo proyecto, y habitualmente lo hacen tras una magnífica pared forrada de libros, todos en posición vertical, marcialmente dispuestos, satisfechos de sí mismos, conscientes de su prerrogativa de lucirse. Pocas cosas hay en la vida que me provoquen mayor envidia que las estanterías de los grandes escritores. Provengo de una familia que nunca estuvo excesivamente interesada en la Literatura. Mi madre siempre prefirió colocar en las estanterías cualquier ornamento inútil antes que libros, y ya a una temprana edad me prohibió traerlos a casa, por lo que tuve que conformarme con tomarlos prestados de bibliotecas municipales. Tiempo después he vivido siempre en pisos de alquiler, en donde no suele haber más estanterías de las necesarias (si es que hay alguna) y en donde se reside siempre en régimen provisional, por lo que no es sensato invertir dinero en mobiliario. Conozco escritores que, debido al problema del espacio, han optado por tirar todos sus libros a la basura, no tocar más el papel, y reunir toda su biblioteca en formato digital. Aunque no comparto su decisión, que me parece obscenamente antiliteraria, puedo entender esta drástica solución a un problema que, la mayor parte de las veces, se demuestra irresoluble.
       Lo ideal, además de todo esto, es poder trabajar en paz, sin los agobios que supone la infinitud de asuntos administrativos, familiares, personales, laborales o de cualquier otra índole pero siempre agobiantemente acuciantes con los que hay que bregar en la sociedad capitalista (un posible despido, un divorcio, un embargo del banco, la declaración de hacienda, la inspección de la ITV, unos niveles altos de colesterol en sangre, un jefe que nos malquiere, un trabajo terriblemente exigente, una pareja infiel…), que no son sino distracciones que impiden al escritor concentrarse. Entiendo, claro, que esperar este grado de quietud y remanso es pedir demasiado y que nadie en este mundo, salvo quizá los millonarios, puede gozar de estas prebendas, así que casi no merece la pena ni incluirlo en mi lista particular de elementos necesarios para escribir. Por suerte o por desgracia, para desplegar la productividad literaria, hay que aprender a escribir en el vórtice del caos existencial.
       En cualquier caso lo que deseo subrayar es que casi nunca he conseguido reunir todo estos elementos al mismo tiempo; prácticamente jamás se ha producido la conjunción de todos ellos al unísono. Dispongo en la actualidad de una espaciosa mesa de cristal, sí, pero me veo obligada a tenerla almacenada en un cuarto trastero ya que no dispongo de suficiente espacio para ella en mi residencia actual. Dispongo de una estantería con libros, sí, pero no todos ellos, sólo algunos; la mayoría los conservo dentro de cajas de cartón, haciéndole compañía a la mesa, también debido a la falta de espacio. Dispongo de tabaco, pero me falta leche en la nevera. Tengo leche en la nevera, pero entonces me quedo el domingo (cuando los estancos están cerrados) sin papel de fumar. Tengo leche y tabaco, y entonces se estropea la conexión ADSL. Funciona perfectamente el ADSL, pero entonces me quedo sin folios sobre los que imprimir. Dispongo de tabaco, papel, leche, mesa, impresora, Markus, pero en mi fuero interno estoy pendiente de la declaración de la renta. Siempre hay algo que falla, algo que distrae, que boicotea, que impide: una rémora. Nada importa, incluso en el caso de que se alinearan los elementos, siempre faltaría el más esencial, el más decisorio, aquel que, por sí mismo, da sentido a todos los demás: el silencio.
       Salvo excepciones, como Enrique Jardiel Poncela, los escritores tejemos nuestra gramática a base de silencio, digo. Poncela, que era un escritor muy sui generis, una rara avis en el mundo de las letras, confesaba encontrar agrado escribiendo en las cafeterías más transitadas de Madrid, entre toda la algarabía de mujeres chillonas, la charla desaforada de los clientes, el tintineo de copas, platos, cubiertos, la explosiva emulsión de vapor de la máquina de café, el vibrátil escándalo del tráfico exterior, el perpetuo ruido de una ciudad, Madrid, que entiende que el descanso es una debilidad del alma, una derrota. Uno se lo imagina ahí, en medio del ajetreo, quizá aislado del mismo, o tomando notas para todo el bestiario humano que pulula por sus novelas, o haciendo sus dibujicos, o escribiendo instrucciones detalladas para los impresores de sus novelas, que seguramente estarían hartos de él de no ser porque de vez en cuando les invitaba a una copita de orujo. Enrique Jardiel Poncela, su forma de escribir, le asemejan con una rosa en el asfalto… algo tan impropio que resulta difícil de creer. Lo menciono sólo por el interés anecdótico que tiene.
       Con un poco de suerte y algo de tesón es posible encontrar una Markus, una conexión ADSL, cierto grado mínimo de paz administrativa… pero lo que no se puede encontrar jamás en España, en ninguna circunstancia, es silencio. De eso trata este texto, de la imposibilidad de encontrar silencio. No hay escapatoria posible, ni de día ni de noche, ni en verano ni en invierno, ni a la izquierda ni a la derecha. España es un país ruidoso, ininterrumpidamente bullicioso, que jamás aprendió a valorar las ventajas del silencio.
       Cuando uno viaja a países centroeuropeos descubre enormes diferencias con las idiosincrasias mediterráneas, y una de las más llamativas, una de las que más hace sentirse al viajero español fuera de lugar (o una de las que más consigue hacer parecer al español viajero un bárbaro, a ojos de los centroeuropeos), es su poco apego al silencio reinante en aquellos países. A los grupos de españoles, en Centroeuropa, se les reconoce, más allá de por su idioma, por el escándalo que les acompaña como si fuera su sombra. Cuando uno ve un debate político en la televisión centroeuropea impera un respeto profundo por los turnos de palabra. Nadie interrumpe a nadie (el que lo hace queda automáticamente descalificado para opinar), nadie se exalta, el público asistente no aplaude cuando uno de los contertulios escupe con vehemencia alguna procacidad. En España ocurre justo lo contrario. Los moderadores del debate, más que moderar, parecen ser los encargados de asegurarse de que todo el mundo hable simultáneamente y de que ninguno de los contertulios pueda mantener un hilo argumental robusto. Los debates políticos de la televisión española parecen sacados de películas de Woody Allen de esas en las que todos los actores hablan yuxtaponiendo sus voces. Cuando a alguno de los debatientes se le hincha la vena, levanta el brazo y dispara alguna vulgaridad, algún insulto, algún exabrupto, el regidor indica al público que lo premie con su aplauso pues, de algún modo, se le considera ganador por haber sido el que ha gritado con más fuerza.
       Cuando uno viaja en el transporte público centroeuropeo puede incluso leer un libro si así lo desea. Métase usted en el metro de Madrid, o en cualquier autobús urbano de cualquier ciudad grande; si cierra los ojos, podrá descubrir todo un universo acústico a su alrededor. Conversaciones en un tono normal, o incluso más alto de lo normal (y no en susurros para no molestar al resto de viajeros), teléfonos móviles que no cesan con sus zumbidos eléctricos, grupos de estudiantes que no conocen el recato. El trayecto acaba convirtiéndose en una auténtica tortura auditiva.
       Cuando uno conduce en países centroeuropeos, no oye jamás un claxon. En España, como uno tarde un nanosegundo más de la cuenta en arrancar el motor cuando el semáforo se pone en verde, puede contar con bocinazos inmisericordes alrededor. A partir de las 18:00, en Alemania, el nivel de ruido ambiental se reduce drásticamente. A partir de las 20:00, se puede pasear por todo Berlín casi sin escuchar ni un solo sonido. Alemania es, no lo olvidemos, la cuarta potencia económica mundial.
       Soy una gran aficionada al cine y precisamente por esta razón he tenido que dejar de ir al cine. Ya no es posible acudir a una sala de cine a disfrutar de una película. Recordar a los que entran tarde a la sala y les da lo mismo no sólo ver una película ya empezada (que es un poco como comenzar a leer un libro por el tercer capítulo) sino, además, molestar a todos aquellos que sí desean ver la película al completo, me basta para desistir de volver a intentarlo. Antes, en el teatro, no se dejaba entrar a nadie a la sala una vez hubiera comenzado la función. ¿Por qué no se adopta este mismo respeto en las salas de cine? Los que han adoptado la odiosa costumbre de comer maíz inflado (palomitas de maíz-popcorn), que deberían ser enviados a una cárcel siberiana. Los crujientes masticares de las palomitas, ingeridas una por una, el frotar, abrir y cerrar, de envoltorios de plástico, el sorber la Coca-Cola, los móviles, siempre los móviles… Lo peor de todo: los grupos. Yo solía acudir al cine habitualmente en soledad (precisamente para que nadie me arruinara el visionado de la película con su cháchara), pero la mayor parte de las personas acude al cine en grupo, en manada, o en pareja. Al asistir así, en compañía, encerrados en un pequeño bastión de intimidad pública, se consideran con la franquía necesaria como para comportarse como si estuvieran en el salón de su casa. Ya no existe el recato. Ríen escandalosamente, sin contención, comentan las escenas precisamente cuando alcanzan su clímax, que es cuando más irritan las interrupciones, y, en definitiva, se comportan sin atender a las normas más básicas de urbanidad. Se puede entender, incluso tolerar, un ¡Aaaah! aspirado en una película de terror, o de acción, o incluso una ligera risilla en una comedia, pero la gente o, mejor dicho, las gentes, va mucho más allá y salta a la carcajada extemporánea, incluso en escenas que no están diseñadas para causar esa reacción. Uno casi puede notar que ríen a mandíbula batiente todas las tonterías que jamás reirían de estar viendo la película en la privacidad de su hogar, como si su intención fuera demostrar su innegable sentido del humor riéndose de todo aquello carente de gracia. Hay más una intención de acaparar el espacio público que de regocijo humorístico en esa hilaridad fuera de contexto. Algo parecido ocurre en los autobuses: los grupos no hablan a susurros, sino en un tono normal, incluso más alto de lo normal, ya que dentro de su burbuja privada no existe el resto de la gente. ¿De cuántos dramas familiares ajenos hemos sido conscientes solamente por el hecho de permanecer callados en el autobús? ¿Por qué los grupos de gentes deben estar demostrando ese exceso de alegría (de falsa alegría) en el transporte público? ¿A qué clase de anemia espiritual responde ese obsceno teatrillo de emociones íntimas?
       Que no me lo invento, no se sulfuren, no me griten. No padezco de misofonia. Según la OMS, España es el segundo país más ruidoso del mundo, superado únicamente por Japón, a tenor de información publicada por el diario ABC. Madrid es, según los indicadores, la sexta ciudad más ruidosa del mundo.
       Si uno pasa una temporada lo suficientemente dilatada en países como Suiza, Holanda, Bélgica o Alemania, y se ha aclimatado a esos entornos silenciosos y acústicamente saludables, y entonces regresa a España, a las pocas horas de aterrizar podrá contar con una dolorosa cefalea que le castigará durante varios días.
       En las noches en las que se produce la conjunción de elementos necesarios para escribir, y reina cierto grado razonable de silencio, pero aun así no somos capaces de redactar ni una línea, nosotros, los escritores (o, al menos, los más nictálopes de los mismos) salimos a la calle a airearnos, a buscar inspiración, a diseñar revoluciones, a planificar nuestra sintaxis, o a conspirar contra la civilización occidental. Caminamos taciturnos por las calles de Madrid, como si escondiéramos un secreto, sin mirar a nadie a los ojos, cambiándonos de acera cuando nos cruzamos con usted, estimado lector, parándonos a fumar un cigarrillo y a observar con mirada torva a otros escritores nictálopes que, como nosotros, también han salido a la calle buscando la forma de dejar de buscar cosas. Muy a nuestro pesar descubrimos que en Madrid La Nuit se forman riadas nocturnas de escritores nocturnos, desvelados, que convergen casi siempre en la Puerta del Sol. Allí nos reunimos, no sin algo de consternación y sorpresa, y empezamos a darle vueltas a la plaza solar, siempre en sentido antihorario, hasta que el cansancio, la desesperación, o la ridiculez de nuestros actos nos hace desistir y regresar a nuestras casas a inventarnos un silencio que sencillamente no existe.

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