Los confesores literarios

En escritura, el estatus “finalizado” no es un estado absoluto, sino algo sólo intuitivamente mensurable. Desde que un autor da por finalizada su obra hasta que ésta llega a publicarse hay toda una gradación de sucesivos estados finalizados por las que el libro debe pasar previamente. Algunos autores hacen en vida hasta cuatro o cinco revisiones de su propia obra, dando entender que las primeras ediciones no eran obras acabadas por completo, aunque se publicaron como tal. Dependiendo de la obra y del autor, la distancia entre estos dos polos puede ser muy estrecha o muy ancha. Hay escritores puntillosos, metódicos, sistemáticos, que cuando acaban a una obra es porque realmente han hecho por ella todo lo que en su mano estaba por hacer. Podrá ser buena o ser mala, pero es una obra de la que el autor ya es completamente consciente, o de la que está suficientemente harto, da lo mismo. Ya no hay voluntad, ni ánimo para correcciones o añadidos. Se sabe que no se va a cambiar ni una coma, digan lo que digan los demás, por lo que tampoco son necesarias lecturas de prueba. Se finaliza y se publica, y punto. Lo que tenga que ser será. Se entiende en este sentido que si un hijo nace tullido, nada podré hacerle caminar erguido, si nació cojo, no merece la pena construir piernas de madera, si nació ciego, no tiene sentido ponerle perlas en las cuencas de los ojos. Cuando una obra de este tipo de autor está acabada, está acabada o, al menos, está todo acabada que puede llegar a estar. En esta situación sólo suelen encontrarse los escritores muy buenos y más geniales, o las más malos y torpes. Los demás, la mayoría, no somos ni una cosa ni la otra, y por eso jamás damos una obra por completamente finalizada, y de ahí que entre que finalizamos y publicamos, debemos finalizar la obra varias veces más.
       Cuando concluimos una obra por primera vez (que no es lo mismo que acabar por primera vez una obra), en realidad lo que estamos significando es que ya disponemos de un primer borrador legible y completo. Si simplemente decimos que está terminada, es por abreviar y por no dar la murga a la gente explicándole que está terminada, pero con peros. En realidad necesitamos darle dos o tres lecturas reposadas al conjunto para limpiarlo de los errores ortográficos, sintácticos y gramaticales que pudieran quedar, sí, pero sabemos que esto no es más que un gesto de decoro lingüístico y no algo que vaya a cambiar la esencia de la obra, que, esa sí, ya ha sido finalizada, completada, y no va a cambiar tras una simple depuración ortográfica. O quizá está terminada salvo una última lectura de control que queremos hacer leyendo sobre el papel, y no sobre el monitor. O quizá esté acabada, salvo una última revisión de términos excesivamente repetidos. Suele ocurrir que, cuando un autor tiene una primera versión finalizada de su obra, desea, antes de publicarla, obtener una valoración sincera de lectores de prueba, betareaders (que es como se les llama habitualmente en internet), lectores cero (que es como también se les llama habitualmente en internet), o, como los llamo yo, confesores literarios. Es posible que esté terminada salvo desaprobación de los confesores literarios, que podrían inspirar cambios de última hora. Hablemos de los confesores literarios.
       Entre los primeros lectores de una novela siempre se cuentan los allegados del autor. Siempre. Algunos autores se dejan realmente llevar por sus lectores de prueba, y, hasta tal punto se ven afectados por sus críticas que en alguna ocasión tras haber recibido una mala o inadecuada, destruyen su propia obra sin publicarla… Basta que a su novia, o a su madre, o a su cuñado, no le haya gustado para sembrar en el autor una duda profunda e insalvable. Es más que posible que de esta estúpida manera se hayan perdido verdaderas obras maestras para siempre. O quizá tenemos mucho que agradecerle a las novias, madres o cuñados de malos escritores. No lo sé.
       Es abundante el perfil de escritor que confiesa con arrogante humildad que sólo acepta críticas si éstas son constructivas. En la mayor parte de los casos se considera que la opinión constructiva es aquella que loa, admira y aplaude, mientras que la destructiva es la que señala flaquezas. Bajando un poco el listón del rigor, pero alzando el del intelecto, existen también los que diferencian entre opiniones fundamentadas y opiniones sin fundamento. Esto sí tiene sentido, ya que a menudo se escuchan auténticas tonterías sin fundamento con el añadido de que se espera que se responda con agradecimiento. En una ocasión un lector me dijo que imitaba mucho a Murakami. No he leído jamás a Murakami, pero no me sentí con fuerzas anímicas para quitarle la ilusión al aspirante a detective literario. En otra ocasión alguien me dijo que había abandonado la lectura de El menstruador porque había leído cincuenta páginas y aún no conocía el nombre del protagonista, lo cual suponía una elipsis inadmisible. Ignoraba el crítico que en las 650 páginas restantes tampoco aparece su nombre y que, por lo tanto, no se trata de un olvido, sino algo completamente pretendido. En definitiva, no por tener buena voluntad un lector de prueba dice cosas que sean realmente útiles o sensatas. Lo cierto es que la mayoría se quedan en el Bien/Mal, Me ha enganchado/no me ha enganchado. La gente es muy parca. Cada día un poco más.
       En último lugar están los escritores que se toman esto de las letras un poco en serio y, siendo conscientes de la valía de su propio esfuerzo, saben cuáles son los puntos fuertes y débiles de su propia creación. No por ello pierden la suficiente sensatez como para no olvidar que cuatro ojos pueden ver mucho más que dos y que, por lo tanto, escuchar lo que tengan que decir sus betareaders, o feligreses, no está de más. Nunca se sabe. Los prudentes.
       La verdad es que encontrar buenos lectores de prueba es difícil. No son pocos los que sostienen que los lectores cero no sirve absolutamente para nada, o bien por falta de criterio literario, o por falta de objetividad, o por miedo a lastimar, o por inexperiencia, o por su parquedad o por incapacidad de expresarse con profusión de detalles. Por una razón u otra, o por todas ellas al mismo tiempo, suele ocurrir que los betareaders, se demuestran superfluos o ineficaces. Yo, lo confieso, tengo mis propios confesores literarios, la primera, la Puri, claro, y el resto, en su mayoría, otros escritores. Tras esta primera finalización del libro, me interesa, por dos motivos, la opinión de otros compañeros de letras. El primero de ellos tiene que ver con el hecho de que ellos conocen mejor que nadie el esfuerzo titánico que supone el enfrentarse al folio en blanco y, por lo tanto, están más predispuestos a reconocerlo (quizá no a valorarlo, admirarlo o confesar admirarlo, pero sí reconocerlo). Los escritores tienen interiorizada (porque a su vez ellos también la padecen) la angustia que provoca la duda en el escritor, los intrincados caminos mentales que debe inventar un escritor para sacar adelante una obra, el estado de abstracción inmersiva en el que debe zambullirse para sacar adelante una novela, las noches de insomnio sacrificadas sobre un conjunto de palabras, y, por ello, son más conscientes de ella, están más predispuestos a sintonizar esta frecuencia espiritual. Además, saben cuáles son las preguntas que se hace el confesado literario (ellos en algún momento se hacen las mismas), y tienden a ir a responderlas instintivamente. Los escritores tendemos a ser los confesores literarios de otros escritores.
       La segunda razón por la que me interesa la opinión de otros escritores es porque los escritores, entre nosotros, somos implacables. Posiblemente los escritores somos la policía literaria más nauseabunda que hay. Tendemos a leer los libros prestándoles una atención desbocada y antinatural, muy alejada de aquella que implica habitualmente el lector medio. Los escritores leemos distintos a los lectores. Otros escritores son, para el escritor, competencia y, por lo tanto, confesar a un compañero no es sino la oportunidad de librarse de esa competencia, al menos provisionalmente. Todo escritor que es increpado por otro escritor para realizar la recensión de una obra inédita, a la hora de vomitar toda su inquina sobre su pobre compañero incauto, se infla como un sapo con toda la objetividad y honradez intelectual de la que asegura que es capaz de hacer acopio. Me gusta entregar mi obra a otros escritores, porque sé que la diseccionarán con tal de poder destrozarla, porque sé que estarán especialmente atentos a cualquier protuberancia para metastatizarla y acusarla de cáncer insalvable.
       —La parte que más me ha gustado de El menstruador es la documental, todo ese ensayismo…
       —Todo ese ensayo le sobra al libro. Podrías quitarlo, quedarte en 300 páginas y tendrías un libro mucho mejor.
       Al único confesor literario al que debo rendir cuentas soy yo misma, pero al resto debo traducirlos, reinterpretarlos. No todos debo entenderlos por igual. Darío, por ejemplo, tenderá a ser muy ditirámbico y exagerado, y, dada su necesidad de querer resaltar, siempre dice algo orbital con la esperanza de llamar mi atención. Es mejor confesor literario si no se le adelanta nada sobre lo que va a leer. Si se hace, se le condiciona demasiado. Iván será consciente de la calidad de la prosa, que es lo que más me interesa, pero en el fondo es reacio a cualquier experimentalismo narrativo, y le cuesta un esfuerzo intelectual grande el sobrellevarlos. En el fondo es un clásico, o lo sería, si escribiera como un clásico. Es un hombre sensible, sea lo que sea lo que reverbere la obra, él lo captará. A R. debo agradecerle, sobre todo, que no se le escapa ni un solo error ortográfico, los pilla todos, el cabrón. A Nicolás debo interpretarle a la inversa: si el libro le agrada, es que hay algo rancio en él, si le desagrada, es que el libro es un hallazgo. Admiro su tesón, así como su ingenuidad malévola y su egoísmo descarado. Sin embargo, me estremece su capacidad de autojustificación, su coqueteo con la dislexia, y su fácil irritabilidad. Un buen tipo, el Nicolás este. Una buena mezcla de elementos contrapuestos. Un buen personaje de novela. Una pena que quiera ser mala persona. Sería más feliz si quisiera ser buena persona, aunque no lo consiguiera.
       Creo que fue Leonardo Da Vinci quien dijo que una obra nunca se concluye, sino que se abandona. Yo no puedo sino comulgar con esta premisa. Uno escritor eficaz sabe (o debería saber) exactamente, mediante un instinto animal y oculto, cuánto tiempo debe dedicarle a una obra. Debe imponerse límites, respetar planes previamente pactados consigo mismo. Ser conclusivo a veces no consiste sino en saber concluir las obras comenzadas. Tan simple como eso. Hay que saber reconocer el momento exacto en el que se quiere asesinar una obra, finiquitándola, para comprobar si de su cadáver se desprende un espíritu viviente, algo que sólo el tiempo y los lectores podrán juzgar.


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