Yo he venido aquí a hablar de mi libro


Puri, la Puri, mi amiga Puri, me mira con cara como de animal invertebrado cuando le comento que siento cierto grado de ORGULLO & SATISFACCIÓN por haber corregido ya la primera mitad de mi primera novela. Eso supone que ya han recibido el nihil obstat alrededor de 500 páginas o, dicho en magnitudes más concretas, unas 160.000 palabras. Me queda la segunda mitad y tendré que darle varios repasos ulteriores a la obra para eliminar cualquier error ortográfico o sintáctico que vaya quedando, desde luego, pero lo relevante es que siento que ya cuento con un texto que es, a mi entender, legible.
       Tengo sentimientos encontrados respecto a los escritores que hacen uso de correctores profesionales, revisores de estilo, depuradores de sintaxis, o directamente de negros. Por un lado me provocan un gran rechazo y los considero tramposos y estafadores pero, por el otro, también siento una gran envidia hacia ellos ya que pueden dedicarse a bocetar en servilletas, dejar todo el trabajo duro a personas anónimas y, a pesar de ello, arrogarse todo el mérito del que no son merecedores. ¿Cuántas grandes novelas no han sido realmente escritas por sus autores, sino por sus ayudantes? ¿Cuántos ayudantes, becarios, traductores, factótums, revisores o mercenarios literarios bucean en el mar de la frustración y el fracaso y acaban ahogándose en el abismo del olvido? Seguramente muchos más de los que el mercado editorial puede permitirse reconocer.
       Antes de decidirme por una plataforma de autopublicación pasé mucho tiempo estudiando la liza editorial, un campo de batalla que me resultaba completamente desconocido. A la sazón de esta zozobra espiritual fui tomando los preparativos necesarios para enfrentarme al reto. Llevé el libro al registro de propiedad intelectual (tendré que hacerlo una segunda vez cuando cuente con una versión final), fui preparando textos para publicar el blog que me sirvan de cara a la promoción, contacté con gente del mundillo que pudiera orientarme en mi inexperiencia, con libreros dispuestos a acoger en sus estanterías a libros huérfanos, busqué en la red de redes a otros escritores autopublicados que pudieran informarme de primera mano sobre todas las vicisitudes que tuvieron que afrontar, reflexioné sobre los peligros de publicar a cualquier precio, aprendí a utilizar software de maquetación profesional, estudié las posibilidades (y también las deficiencias) técnicas de los libros electrónicos (sobre los que algún día me explayaré), busqué imprentas locales (a las que recurriré también en un futuro próximo pues tengo intención de ofrecer mi obra por distintas vías), estudié la posibilidad de moverme por concursos de novela, me planteé la opción de buscarme un agente, tanteé algunas editoriales alternativas o sospechosas, etcétera. No puede decirse que haga las cosas a lo loco. Todo lo que pude prever, lo preví.
       Fue durante esta exploración cuando distinguí con claridad que se acercaba, o había llegado ya, el momento de empezar a mostrar mi trabajo a personas que pudieran ofrecerme sus primeras impresiones. En la jerigonza ciberliteraria se conoce a estos incautos como betareaders, término que no me gusta por ser excesivamente angloidealizante y por el mal uso que hace del prefijo beta-. Algunos prefieren la expresión “lectores cero”, que me gusta aún menos ya que entiendo que incluso tiene reverberaciones que pueden considerarse ofensivas. Encontrar betareaders, o lectores cero, o confesores literarios, no es una tarea fácil, máxime para un libro tan obsesivamente extenso como el mío. En primer lugar deben descartarse a amigos y familiares, ya que difícilmente podrán ser objetivos y ecuánimes.
       —¡Que yo sí puedo ser objetiva y sincera, tía! ¡Menuda soy yo! ¡Parece que no me conoces! —me dice la Puri basculando entre la ingenuidad y la indignación.
       Hay que tener algo más que arrojo para decirle a la cara a un allegado que su obra resulta mediocre o insulsa. Muy pocas personas alcanzan ese grado de honestidad sin compromiso. Y, aunque sean así de íntegros, eso no conlleva que tengan el bagaje literario adecuado para llegar a tales conclusiones.
       Confluye el hecho de que la mayor parte de personas no son capaces de emitir un juicio fundamentado que vaya más allá del “Bien”, “Mal”, “Me ha gustado” o “No me ha gustado”; pareceres que, por su carácter parco y monosilábico, son de escasa utilidad al escritor, que necesita conocer el porqué de los mismos y recopilar impresiones más precisas y detalladas. En mi caso particular he de confesar, con pesar, que la mayor parte de mis amigos & allegados (excepción hecha de Puri, claro, la Puri, que sí puede ser sincera y objetiva tía y que ha sido capaz, la muy bruta, de leerse La montaña mágica dos veces, algo de lo que ni el mismísimo Thomas Mann puede presumir) no sólo no sería capaz de sincerarse honestamente conmigo sino que, además, no lee nunca nada (como mucho una novela cada año o dos años), por lo que su opinión me resulta, ay, bastante irrelevante. Resumiendo: la opinión de amigos y allegados no es deseable por no ser lo suficientemente objetiva, por ser excesivamente inexperta, o por estos dos motivos al mismo tiempo.
       Considero que lo que, en todo caso, me convendría no es sólo lectores cero (o betareaders) allende mi círculo social, sino que sean, en cierto grado, letraheridos y no meros incautos voluntariosos. No deseo parecer esnob (¿o sí lo deseo?) pero me resulta obvio, por distintas razones que a continuación detallaré, que tampoco me vale con cualquier lector desconocido, por mucho que lea regularmente. Alguien que lea mucho, sí, pero, por ejemplo, sólo libros de dragones & mazmorras, históricos, o de autoayuda, no sería capaz de soportar la lectura del mío ni tampoco de aportar una opinión que a la postre me resulte útil. El asunto resultaría tan estúpido como escribir un vals y pedirle opinión a alguien que sólo escucha bacalao.
       Creo que para poder explicarme ha llegado el momento de empezar a contar algo sobre mi novela pero hete aquí que cada vez que me solicitan que la describa o defina me invade un profundo azoramiento intelectual. Si pudiera resumir en una única frase todo aquello sobre lo que en ella me explayo, seguramente no hubiera sentido la necesidad de escribirla. En cada ocasión que soy interpelada al respecto respondo de una manera diferente que depende de mi estado anímico. Escribir una novela extensa (hablamos de 360.000 palabras, aproximadamente) presenta la ventaja de poder practicar en ella distintos géneros y abordar diversas temáticas, casi todas ellas alejadas de las preferencias editoriales de hoy en día. Mi novela se enmarca dentro de la que muchos denominan, algo comodonamente, “narrativa contemporánea”, y en ella tienen cabida distintos asuntos y registros: política, ensayo, sexo, antropología, denuncia, humorismo, jurisprudencia, algunos detalles de experimentación postmo, lirismo, sociología, psicologismo, filosofía, criminalística, recreación distópica, drama y, en definitiva, una serie de elementos, dispares entre sí, pero armonizados bajo el corsé de la prosa. La historia que se despliega en ella es la de un hombre enfrentado a una adversidad que le sobrepasa y que acaba finalmente por transformarle. Esta catábasis, o ascensión al Gólgota, se desarrolla a través de una narración en primera persona que pretende sumir al lector en un viaje al centro del centro de una obsesión y, paralelamente, hacerle sufrir la misma metástasis espiritual que el desgraciado protagonista. Así, es la historia de un viaje interior, el drama privado de un héroe anónimo que, en sus instantes postreros, se ve obligado a dejar testimonio de su paso por el mundo para evitar que las verdades de las que ha sido testigo mueran con él.
       Me veo impelida a hacer una advertencia importante: se trata de una obra políticamente muy incorrecta. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que es una novela incorrecta entre las novelas políticamente incorrectas. En algunos sentidos es un ejercicio de plusultraísmo político-incorrectista, un escandaliza-abuelas, un rompecráneos. Esto me hace ser consciente de que mi lista de posibles confesores se reduce aún más ya que lectores con la piel muy fina, que no estén acostumbrados a la transgresión, el gamberreo y el terrorismo incruento, difícilmente podrán con ella. Un compañero de letras la leyó y su conclusión fue, literalmente: parece un libro escrito por alguien que comete asesinatos en serie. Ahí es nada. Así, otra condición casi sine qua non para los posibles betareaders (o lectores cero o confesores literarios) que pueda llegar a convocar es que se sientan cómodos (o, al menos, no excesivamente molestos) ante la presencia de anatemas, samizdat, tabús, herejías, virtudes mancilladas e inocencias pisoteadas, pues hay profusión de todo esto y muy posiblemente (pretendidamente, dicho sea de paso) podrían lacerar su conciencia.
       —Lo tienes difícil —alega, con buen criterio, la Puri.
       Repaso. El tipo de lector que me convendría en este momento debería cumplir los siguientes requisitos: lector habitual, que no pertenezca a mi familia ni a mi círculo de allegados, que conozca y sienta agrado por la narrativa contemporánea, que no se asuste ante lo políticamente incorrecto, que sea capaz de leerse en el monitor de su ordenador la friolera de 360.000 palabras (tarea esta que haría palidecer el mismísimo Sísifo) y que, tras la lectura, sea capaz de redactar sus recensiones con enjundia e incluso ayudarme a lijar aquellos vértices o aristas que yo haya podido pasar por alto. Dicho en otras palabras: tendría más suerte con la caza de unicornios voladores.
       Por suerte nada de todo esto me pilla por sorpresa y prácticamente desde que empecé supe que, por todas estas razones, tendría que enfrentarme a todo el proceso de escritura en la más absoluta soledad. No es algo que me complazca especialmente, ni que tenga idealizado, pero tampoco es óbice para concluir la tarea y, en cierto modo, creo que también es especialmente liberador. La solitud galvaniza el ego de los escritores mientras que la compañía los adocena. Considero que la buena literatura (tanto leerla como escribirla) es un acto de clausura y aislamiento.
       Lo difícil en esta vida no es ser bueno (hasta los malos son buenos). Lo difícil en esta vida es ser justo. En el caso de que, tras leer este texto, llegara aparecer algún incauto dispuesto a apoyarme y que además reuniera todas las características citadas ut supra, puede dar por seguro que estaré completamente agradecida y que lo demostraré regalándole, en cuanto me resulte posible hacerlo, un ejemplar impreso, firmado y dedicado. Si además, tras su sacrificio, consigo sacar algún provecho de cara a correcciones de última hora, no me temblará la mano a la hora de incluir su nombre en la sección final que suele acompañar a este tipo de obras y que está dedicada a los agradecimientos. A todos aquellos amigos que ahora alegan no tener tiempo (lo cual no es sino un subterfugio para no tener ganas), que les den, claro. Esos, llegado el momento, después, que lo paguen y lo compren, si quieren leerlo, y si no, que les zurzan. No es sensato poner la amistad a prueba, desde luego, pero la amistad, de vez en cuando, hay que demostrarla con hechos. ¿No, Puri?
       —Pues sí, tienes razón, pero a mí no me mires, tía. Yo me la he leído, aunque me ha parecido un rollo.
       —Es verdad. Tú sí que vales, Puri.
 
 
 
 
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