Sobre mí merece la pena señalar que no creo en el contacto directo entre el escritor y el lector. No encontrará usted en el presente texto ninguna información biográfica sobre mi burda persona ya que no veo aconsejable regalarme a mí misma para dar a conocer mi obra (soy escritora, no puta), ni veo ventaja alguna en revelar mi edad (mucho más provecta de lo que me complace comprobar), ni encuentro regocijo en publicar una foto de mi rostro (mucho más hermoso que mi alma), ni hay una fulgurante trayectoria académica o profesional de la que pueda presumir. Mi vida ha basculado entre la medianía y la poquedad.

Todo el mundo me insiste, hasta el punto de llegar a soliviantarme, en que me dé a conocer, que hable con la gente, que informe sobre mi próximo proyecto literario, que me levante las faldas y me baje las bragas, pero… ¿acaso salgo yo beneficiada acatando todas estas solicitudes? ¿Acaso soy un mono de feria que debe realizar cabriolas a cambio de un cacahuete? Los escritores se alimentan, sobre todo, del silencio y la solitud, a las que deben reverenciar como si fueran algo sagrado. Toda esa descortés intromisión sólo sirve para importunarme, para entorpecer mi vida, para succionarla como si ésta no me perteneciera.

Existe un el acuerdo tácito entre el escritor y el lector basado en el respeto mutuo y en no inmiscuirse el uno en la vida del otro. Entiendo que inquirirme con requerimientos de información privada y confidencial, porfiar, con malsana curiosidad, en querer conocer hasta los aspectos más recónditos de mi intimidad, es romper ese acuerdo. ¿Acaso les pido yo que me informen ustedes sobre su frecuencia copulativa, su tracto digestivo o su relación con su médico de cabecera? ¿Qué les hace creer que son mis compañeros y confidentes y amigos? ¿Qué garantía tengo yo de que no usarán toda esa información para mancillar la imagen idealizada del escritor que aporta el aislamiento y el incógnito? ¿Qué derecho sustenta la osadía de ofenderse por mi mutismo? ¿Por quién me han tomado?

Mi deseo no es otro sino el de publicar algo sólo cuando sienta que tengo algo que decir, aunque sólo sea para dejar testimonio de mi paso por el mundo. ¡Y nada más! ¡Y sólo entonces! Necesito sobrellevar la pena de mi existencia en soledad, con discreción, sin cháchara insustancial que me irrite, siempre en constante soliloquio con las profundidades de mi alma, con la única compañía del sonido de los latidos de mi corazón, constantemente en un régimen de suprema libertad que me permita soslayar el escrutinio público.

Los escritores (y en este grupo incluyo, por si no queda claro, a las escritoras) somos gente rarita que tiende a tener problemas para relacionarse con los demás. No solemos llevarnos bien con las personas, pero, aunque tendamos a alejarnos de ellas, no podemos permitirnos un excesivo distanciamiento ya que precisamos poder observarlas, analizarlas y tasarlas pues son, a la postre, el sustrato sobre el que crecen nuestras palabras. Estamos ahí, aunque estamos ausentes, escuchamos, pero no tocamos, tocamos, pero sin deleitarnos, analizamos, pero no juzgamos, observamos, pero no fotografiamos. En ese frágil equilibrio entre lo personal y lo etéreo, entre la resurrección de la carne y la putrefacción del pecado, entre lo sacralizado y lo prosaico, reside nuestra prerrogativa a deslizarnos, subrepticiamente, por los caminos de la vida y la literatura.
Lean mis publicaciones, o no lo hagan, pero recuerden que no les debo nada, ni a ustedes, ni a nadie. Tomen mis libros, o quémenlos, no importa, pero les suplico que no me incomoden, que no me incordien con sus quereres, que no intoxiquen mi existencia con su fisgoneo, sus injerencias, sus vacuos elogios, o sus despiadadas críticas. No soy responsable ante ustedes. No hay nada que me obligue a compartirlo todo con el mundo. No insistan, no joroben, déjenme en paz.

Gracias.