Señorita
Una de las peores desgracias de la época en la que nos ha tocado vivir es la de tener que asistir, atónitos, a cómo el lenguaje está siendo manoseado, tergiversado artificialmente y de manera completamente partidista. El vocabulario está siendo prostituido y ya nada significa lo que significaba originalmente. Hoy en día a los mongólicos se les llama Downs (ni siquiera la expresión disminuido físico es aceptable), a los gerentes se les llama CEOS (pronunciado así con mayúsculas y todo, como un batracio, inflándose los carrillos con aire comprimido), al acoso y el vandalismo se le llama escrache, al libertinaje se le llama poliamor, a las putas se las llama escorts, como el Ford, y a lo popular se le llama viral. A la ilegalidad se le llama justicia social, a la muerte gratuita daño colateral, y a las muertes bajas. Hemos aprendido que la discriminación puede ser de dos clases, la positiva y la negativa. Para que nadie se confunda, la positiva es la buena y la otra es más mala que Satán. La opresión ahora se llama igualdad, la impunidad aforamiento, el maricón elegetebeouvedoble, la ocupación de casas y el chiringuito subvencionado alternativa ocupacional. Ya nadie sabe nada porque todo es relativo. El relativismo es el nuevo absolutismo. Todas las discusiones derivan en una discusión semántica. Nadie se aclara. Todo es ruido. Depende de lo que TÚ entiendas por. Define qué entiendes TÚ por. Todos pensamos, en el fondo, lo mismo. Todos estamos enfrentados entre nosotros y nuestras diferencias son, a menudo, puramente semánticas. Somos los enemigos verbales, contendientes dialécticos. Nunca vencemos a nuestros rivales porque las palabras ya no fijan conceptos, sino que son algo resbaladizo y volátil. Sobre todo son algo arrojadizo, algo que valorar más por su contundencia que por su significado, algo cuyo significante puede ser destruido. Corrimiento nominal. La medida y proporción designativa se han roto. Lo anécdotico es lacra, el clamor social, anatema. Cuando nos cuentan verdades, lo hacen con términos falsos, cuando nos mienten, usan los términos más veraces. Internet ha agigantado al problema. Leer libros clásicos es amarrarse a un roca contra un mar embravecido que parece agitado por Satán, el de la discriminación negativa. No podemos asirnos a nada que pueda ser codificado en palabras. Hemos relativizado absolutamente las palabras. Digas lo que digas, escribas lo que escribas, por algún lado has de recibir. Orwell, con sus agudísimas ediciones del Diccionario de Neolengua del IngSoc, seguramente se quedó corto. De todas las batallas con las que nos aguijonean todos los días, la verbal es la más cruenta de ellas. Ignoro si realmente hubo épocas anteriores a esta con un mayor respeto por la letra escrita. Sospecho que sí, pero quizá este pensamiento sólo es producto de mi provecta edad.
Como tantas otras cosas que han sufrido el mismo destino, la palabra señorita es ahora facha, retrógada, sexista y discriminatoria (de la más mala que Satán). Ya ocurrió anteriormente en Alemania. Piénsese así: existen palabras que, más allá de su encaje en la lengua de la que provienen, trascienden y se convierten en iconos universalmente reconocidos, no sólo de una lengua, sino de todo un pueblo, una cultura, y una óptica específica de enfrentarse al Universo cognitivo. Casi todos los idiomas tienen palabras así. En francés, por ejemplo, estas pudieran ser croissant, eau de toilete y madmoiselle. Comerse un curasán, sin duda, es un poco como engullir un trocito de París, como tragarse el barrio de Montmartre, intelectualmente hablando. En italiano esas palabras pudieran ser, por ejemplo, spaguetti, ciao, y bello. Todo el mundo sabe que comerse unos spaguetti es un poco como comer acompañado de Don Vito Corleone. Despedirse con un «Ciao, bello» es lo que se hace cuando se siente en el corazón que se vive en el Mediterráneo (aunque se venga de Getafe, no importa). En ruso esas palabras podrían ser spasibo, do svidania y Dostoievsky. En alemán esas palabras especiales, icónicas, podrían ser, por poner unos ejemplos: Kartoffel, Danke, Gestapo o Fräulein. Pero hete aquí que los alemanes han sido capaces de amputar de su lenguaje una de las palabras más bellas que poseían, Fräulein (señorita). No contentos con proscribirla, la han convertido en un término ofensivo. El razonamiento que sustenta este artificio es bastante leve y trazado a la ligera. Al parecer es ofensivo reconocer a una mujer por su estado civil. Señora si está casada, señorita si no lo está. Dicen que eso es entronizar la institución del matrimonio (que a estas alturas ya está completamente derruida), amén de una suerte de machifachinazirulada imperdonable. Dicen, dicen, dicen, palabras, palabras, palabras, decía Hamlet, y nadie les entiende porque usan términos resbaladizos, pero lo dicen tantas veces que acabamos aceptándolo. ¿Sabía Hamlet que estaba loco? ¿Sabía Hamlet que se estaba quedando sólo? ¿Se perdió en un laberinto introspectivo? ¿Qué vamos a hacer sino aceptar la situación? No es posible oponerse a las nuevas costumbres lingüísticas, al menos no sistemáticamente. Una cosa sí sabemos ya a estas alturas: si los alemanes implantan unas leyes, no se conforman con cumplirlas sólo ellos, además los países vecinos tendremos que seguir el mismo camino. Ya nadie con un mínimo de sentido crítico duda de que la Unión Europea no es sino la germanización de Europa, su luteranización, por decirlo en términos menos eclesiásticos de lo que pueda parecer. A la postre nosotros haremos lo que nos digan los alemanes que hagamos, y haremos bien, quizá, pues Alemania es plúmbea, pero es el ferrocarril de Europa, y los alemanes serán muchas cosas, pero desde luego son una de las potencias económicas más importantes del mundo así que, le digo yo a la Puri (que ya empieza a observarnos como si fuéramos un caso perdido) que algo tendremos que aprender de ellos. Así que nosotros también hemos amputado de nuestro lenguaje una de nuestras palabras más hermosas y populares, con dos cojones:
No hay persona en el mundo que no conozca el significado de la palabra señorita. Sin embargo, hoy en día, si se llama señorita a una Señora, se corre el riesgo de llevarse un guantazo. Para eso, las españolas nos hemos vuelto más alemanas que el Sauerkraut. Lo peor de todo es que tampoco está muy bien visto eso de llamar Señora a una Señora, pues también el término Señora ha sido incluido en la lista negra del exilio verbal. Como predijo Orwell, cada vez menos palabras, cada vez más amputaciones. No se debe conceptualizar a la mujer ni como señorita, ni como Señora. Eso está mal. Quizá haya que conceptualizarla como Ente Luminoso pero Táctil, no lo sabemos. Además, la condena es doble, ya que ambos términos, Señora y señorita, obligan al tratamiento respetuoso del usted, algo que hoy en día también se considera irrespetuoso. Dicho de otro modo, expresarse con educación se ha convertido en algo de mala educación. El usteo, que toda la vida ha sido una forma de mostrar verbalmente respeto, ahora es algo irrespetuoso. Lanzarse al tuteo con mujeres, con mayores, con superiores… se considera fresco, espontáneo y natural. ¿Y pretendemos aclararnos en esta batidora de palabras? ¿Y pretendemos entendernos en esta Torre de Babel? ¡Ni de broma! ¡Bastante hacemos ya con adaptarnos!
—¡Usted es un hijo puta!
A título personal, sólo deseo aclarar una cosa: no todas las mujeres profesamos el mismo pensamiento que la buena de Puri, la Puri. Algunas no tenemos ningún inconveniente en que nos reconozcan por nuestro estado civil, y menos aún si se hace con respeto y galantería, algo que, por razones muy diferentes a lo que se suele alegar, está desapareciendo, a pesar incluso de su probada eficacia. Hay mujeres, entre las que me incluyo, unas pocas, las últimas de nuestra especie, a las que nos complacen que nos llamen señorita. Aplaudo a los hombres que aún tienen la imaginación y el aplomo de hacerlo. Quien se dirija a mí como señorita Blázquez, puede contar, muy probablemente, con una buena sonrisa de agradecimiento. Que a una le llamen señorita, una palabra tan hermosa como señorita, es como ser bendecida por la mirada de Dios. Creo, creemos, que quien no lo vea así es porque tiene la misma sensibilidad verbal que un mejillón. Aplaudo doblemente a los hombres que me interpelan como señorita Blázquez, en primer lugar por su elegante galantería, ya lo he dicho, y en segundo lugar por su envidiable y necesario coraje. Hacen falta más hombres y mujeres, más señores, señoras y señoritas, que tengan la autenticidad de oponerse a los cercenantes y delirantes decretos lingüísticos del Gran Hermano.
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