Puri, blockchain, Castellani y el Gran Hermano


Me dice mi amiga Puri, la Puri, que invierta en bitcoins, que estoy dejando pasar una gran oportunidad si no lo hago, y que la tecnología del blockchain es la revolución porvenirista que supondrá, poco menos, el advenimiento del Paraíso en la Tierra, una nueva época dorada de paz, prosperidad, seguridad y libertad. Me dice, además, que me abra un wallet, que me meta en el mundo de las criptodivisas, y que estudie lo que son los tokens, los fees, los hash rates y los satoshis.
       —Puri, cariño, no acierto a imaginarme la universidad en la que hay que estudiar para entenderte.
       Pero Puri porfía hasta el punto de soliviantarme y, en mi aversión por los artificios tecnológicos, al final le digo que sí, que vale, que lo que quiera con tal de que cese su jerigonza criptojeroglífica. Así es como, en un intento de ilustrarme en todas estas opacas cuestiones, acabo mirando en Youtube vídeos de expertos en todos estos temas. Comprender los conceptos más básicos del mercado bursátil es difícil, pero aprehender mínimamente el abecé del tecnomercado criptobursátil es directamente una tarea sísifea. Los testigos de este nuevo dios tecnológico mantienen un discurso bastante homogéneo en el que explican, casi siempre con los mismos términos, nosequé indescifrables misterios sobre cadenas de bloques, descentralización, minería digital, divisas intangibles y retos matemáticos.
       —¿Me estás diciendo, Puri, que el valor de esta nueva divisa universal consiste en resolver sudokus? No sé, Puri. ¿Estás segura?
       A la sazón aprovecho también para escuchar a la facción crítica, aquella que habla de estafas piramidales, histeria especulativa, burbujas económicas, volatilidad financiera, tulipomanía en el siglo XVII y que, a tenor de todo esto, aconseja precaución antes de lanzarse en una singladura de futuro incierto.
       Yo, que no sé nada de criptojeroglíficos, ni de tulipanes, ni de sudokus, y que me siento la mar de bien tomándome un cortado en la Plaza Mayor mientras releo a Hemingway, me quedo más o menos igual, un poco con cara como de estar frente al timador de la estampita, algo intranquila, con el runrún de la suspicacia taladrándome el sistema mesolímbico. Las contradicciones me acechan, la duda me embriaga y me cuesta dejar de cuestionarme si hay algo de verdad en todo este argot criptomesiánico que últimamente parece enardecer los ánimos de todo el mundo. Hablan de transparencia, sí, pero su discurso es del todo menos transparente. Hablan de prosperidad, sí, pero, al mismo tiempo, de minería. ¿Acaso no es la minería uno de los trabajos menos prósperos, más ingratos y más insalubres de este mundo? Hablan de libertad, sí, pero, al mismo tiempo, de cadenas férreas, de bloques inamovibles como tótems de la antigüedad. A mí, la verdad, las cadenas, como concepto, de entrada, me dan bastante miedo y, desde luego, me parece que están en las antípodas de la libertad. ¿Vivan las cadenas? ¿Acaso no decía Orwell, precisamente, que el mejor esclavo es precisamente aquel que ama sus cadenas? ¿Acaso no es el hombre inamovible, el hombre-bloque, precisamente aquel que es menos libre y el que menos nota el peso de sus cadenas? En el acaloramiento de estas disquisiciones no puedo evitar evocar al gran Leonardo Castellani.
       
       El Credo del incrédulo

 

       Creo en la Nada Todoproductora, d’onde salieron el cielo y la tierra.
       Y en el Homo Sapiens, su único Rey y Señor,
       que fue concebido por Evolución de la Mónera y el Mono.
       Nació de la Santa Materia,
       bregó bajo el negror de la Edad Media.
       Fue inquisicionado, muerto, achicharrado,
       cayó en la miseria,
       inventó la Ciencia,
       y ha llegado a la Era de la Democracia y la Inteligencia.
       Y, desde allí, va a instalar en el mundo el Paraíso Terrestre.
       Creo en el Libre Pensamiento,
       la Civilización de la Máquina,
       la Confraternidad Humana,
       la Inexistencia del pecado,
       el Progreso Inevitable,
       la Rehabilitación de la Carne
       y la Vida Confortable.
       Amén.
       
Me pregunto si esta nueva criptofe es precisamente una nueva forma de fe de los escépticos. Se apodera de mí el horror más profundo e insobornable cuando escucho en Youtube la charla de uno de los testigos del bitcoin que, ampulosamente y sin ambages, indica que el objetivo de esta nueva religión de las cadenas es nada menos que eliminar la confianza de la ecuación, y que, gracias a las mieles blockchain, ya no será necesario depositar confianza alguna en instituciones bancarias, personas físicas o jurídicas, gobiernos reguladores, o ministerios de economía, ya que todo, y todos, seremos vigilados por un monstruo de mil ojos, de mil cadenas: un Gran Hermano con mil máscaras. Según este criptoprofeta ya no será necesario confiar en nadie ya que será precisamente la desconfianza la base de toda transacción y de toda relación humana. ¿Cómo puede uno propugnar una sociedad basada en la desconfianza, el resquemor y la sospecha y quedarse tan tranquilo? ¿Por qué nadie en todo el auditorio le replicó? ¿Por qué ya nadie parece aceptar que la confianza fraternal es una de las virtudes humanas más fundamentales y, al mismo tiempo, más denostadas?
       Otro feligrés de la criptocosa, hablando sobre las posibles aplicaciones de las cadenas más allá del ámbito económico, mencionó, con razonable criterio, que uno de los problemas del sistema sanitario es la inexistencia de un expediente único y universal. Uno va a un hospital y se hace un análisis de sangre, o una radiografía, y, años después, habiendo cambiado de residencia, acude a otro hospital, u otro ambulatorio, y descubre que no tienen constancia alguna de sus antecedentes médicos o de las circunstancias concretas que hayan podido desembocar en su actual estado de salud y, desde luego, no poseen ningún resguardo de su anterior análisis hematológico. A no ser que uno se dedique a recopilar toda esta información clínica y a llevarla consigo bajo el brazo cada vez que visita al doctor, tiene que empezar desde cero allá donde vaya. Según este gurú de la criptoiglesia, esta problemática se podría solucionar mediante las criptocadenas de criptobloques, de tal modo que cada uno de nosotros fuera rápidamente criptoidentificado, reconocido en la miríada de retales clínicos que va dejando a lo largo de su vida, y, gracias a ello, debidamente diagnosticado. Sin embargo, basta con pensar dos veces en esta cuestión para percatarse de la incongruencia. ¿La solución a la actual descentralización del sistema sanitario es precisamente centralizarlo todo? ¿No se estaría cayendo en una contradictio in terminis? Pongamos por caso que un adicto a las drogas pide ayuda a su médico, el cual le receta algún medicamento que le ayude, no sé, a conciliar el sueño por las noches. Imaginemos que, a base de fuerza de voluntad, consigue superar su adicción y desea olvidarse de una época de su vida que considera infausta. ¿Cómo podría hacerlo si precisamente todo sus antecedentes quedan grabados en criptopiedras? ¿Y si es rechazado de un puesto de trabajo ya que algún empresario decide consultar su criptoexpediente médico? ¿Y si resulta que padeció la sífilis hace varias décadas pero, al quedar este episodio consignado en una sempiterna eternidad digital, no consigue sino cosechar rechazo durante el resto de su vida?
       Se nos dijo que internet era una herramienta de comunicación, pero estamos más alienados que nunca. Se nos vendió la filfa de que los dispositivos electrónicos de comunicación interpersonal nos ayudarían a socializar, pero estamos más solos que nunca. Ahora se nos intenta engatusar con el blockchain y, para ello, nos prometen una libertad y una prosperidad basada en cadenas, arcanos indescifrables, y registros sempiternos. ¡Ojo pues!

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