Metempsicosis (o el discreto encanto del Untergrund)

Me comenta por Whatsapp mi amigo y compañero de letras el escritor Jesús García Castrillo (El Baco, El enigma de Baphomet) que mi novela, El menstruador, está, textualmente, en el momento crítico para promocionarla, por su temática, que hace apenas unos pocos años era anatema pero que, cada día de forma más notable, sale a la luz, y también por su indiscutible calidad literaria (lo dice él, eh, yo sólo lo pienso, pero no lo digo porque en seguida llaman pedante a cualquier persona que sea consciente de lo que vale).
—Creo que sería el momento adecuado para que una editorial grande le echara un ojo— asegura Don Jesús.
No es la primera persona que así me habla, que me anima a adentrarme en la liza editorial, que me asegura que valgo demasiado como para conformarme con permanecer recluida en las sombras de la promoción limitada. La gente, en un acto que quiero interpretar como una forma de apoyo y naividad a partes iguales (y que agradezco y valoro más por su inocencia que por su utilidad) me exhorta a enviar mis escritos a Penguin, Random House, Espasa, Alfaguara, Tusquets, Planeta, etcétera, a que envíe mis relatos y ensayos (tengo un montón en barbecho en mi disco duro) a certámenes de narrativa breve, a que organice presentaciones en librerías, en centros culturales, a que le escriba a revistas literarias, a programas culturales de radio, a que me coloque, como un mono de feria o una prostituta de Amsterdam, en la caseta de alguna feria del libro, a que publique en ebook para que la gente puede leer el libro sin pagar apenas nada por él (es decir, para que pueda acceder a él sin valorarlo previamente, tal y como ya expliqué en Sólo existe el papel), a que me promocione, me prodigue, a que me ofrezca como plato principal de la gran cena caníbal del morbo social… Lo que la gente no sabe, o no quiere entender, es que toda esa actividad me aburre muchísimo. Reconozcámoslo, hacer todo eso es profundamente antiliterario y es, en su esencia más fundamental, una forma de mendigar atención. Además, para que todo ese sobresfuerzo sea realmente eficaz hay que invertir muchísimo tiempo y energía y, ni con esas, hay garantías de que se vayan a alcanzar los objetivos propuestos.
Veo a muchos escritores que lo hacen, que lo hacen incluso antes de ponerse a escribir, que se abren un Facebook, y un Twitter, y un Instagram, y un Goodreads, y un Smashwords, y están todo el día dando la tabarra a sus allegados, a sus amigos, a sus antiguos compañeros de colegio… Se derraman en esa labor en aras de un reconocimiento, un sello de aprobación social, que en verdad nunca llega. En verdad creo que en las redes sociales no se venden muchos libros, ni tampoco en las ferias. Creo que los que despilfarran sus tiempos y sus energías en todo eso al final sólo le venden (o regalan) libros precisamente a aquellas personas a las que se lo venderían (o regalarían) igualmente sin necesidad de hacerlo, es decir, a sus allegados. No hace falta tener Facebook para venderle un libro a tu cuñado, o a la prima de Valladolid, o a Jorge, el compañero de segundo de carrera con el que aún te hablas. Lo comprarán igualmente. La gente que frecuenta las redes sociales busca información rápida, esparcimiento instantáneo. La gente que lee libros, empero, funciona bajo otros parámetros vitales más reposados en los que la información se cocina a fuego lento y la vida se toma con mucha calma. Los lectores de libros, por lo general, tienden a huir del frenesí de las redes sociales, del laissez faire de internet, de la algarabía de la red de redes. Leer libros es tomarse una pausa del ruido del mundo.
En cualquier caso, es verdad que yo apenas muevo un dedo para promocionarme. Cuando publiqué El menstruador perdí un par de fines de semana escribiendo emails y aquello fue todo. En seguida me puse a trabajar, interiormente, en futuros proyectos literarios, dando el proceso de publicación de mi primera novela por finiquitado. Nunca he esperado un reconocimiento comercial, ni ha sido ése mi objetivo, ni, por supuesto, creo que vaya jamás a alcanzarlo. Y, si éste llegare, será desde desde la azarosidad, desde la anécdota, sin hacer absolutamente nada por llegar hasta a él. Veo preferible, en todo caso, que el éxito le alcance a uno que buscar específicamente el éxito comercial. En el matiz que diferencia una cosa de la otra hay todo un dasein espiritual de distancia. Creo que a veces hay que dejar que las cosas ocurran sin más, si es que deben de ocurrir alguna vez, que surjan por sí mismas, si es que éstas están prescritas en el destino.
Yo escribo, fundamentalmente, por una necesidad imperiosa que tengo de expresarme, de dar fe, de dejar testimonio auténtico de mi paso por el mundo. Poder hacerlo es algo que llena mi vida de materia, de color, de pálpito. Escribo por desasosiego vital, por comunión con lo intangible, por afán de permanencia, y es precisamente por esto por lo que no escribo libros de género. Difícilmente escribiré alguna vez una novela de aventuras, o de ciencia-ficción, o policiaca. Será extraño, e inapropiado, si escribo alguna vez una sola línea que no esté íntimamente ligada con aquello que experimento día a día. Podré, en un momento dado, apoyarme en fábulas, en teselas narrativas, en arquetipos argumentales, sí; puedo, si lo preciso, envolver verdades en mentiras, pero siempre en aras de una certeza en primera persona que es la que me impele a batallar todos los días contra el folio en blanco. ¡Bendita batalla en la que se gana incluso cuando se pierde! Escribir es vivir dos veces, es tener una segunda oportunidad para poder restablecer el orden tras el caos, es una metempsicosis que reconcilia con el hecho sagrado de la existencia humana. Escribir es curarse la desgarradura interior que acompaña a toda alma humana.
Metempsicosis. ¿Qué mayor alegría puede haber que el hecho de saber que, quizá, ahora mismo estoy existiendo, siendo experimentada, vivida, de nuevo, en los ojos de otra persona? Yo podría estar muerta, pero, al mismo tiempo, podría estar solamente viviendo en un letargo, dentro de un libro que, quizá, alguien podría abrir mañana, u hoy, o el mes que viene, y esa persona podría estar insuflándome vida con su mirada lectora, con su atención. La mirada hace la carne, da la forma y tiñe el color. Y entonces yo podría estar ahora mismo renaciendo, volviendo a existir, cobrando vida en la vida de otra persona. Puede ocurrir, quizá en otras edades, no lo sé. Lo que sí sé es que he dejado la puerta abierta para que eso pueda ocurrir. Escribir no es sino tener fe en el milagro, en el prodigio de la vida eterna, en el quizá. La suerte segura.
Si yo me dedicara a escribir libros de género, libros de evasión, y no de inmersión, libros de exilio, y no de comunión, no podría inundar mi vida con la dicha y el gozo de esa metempsicosis, de esa sacralización del quizá, del tal vez. Si yo me presentara ante editores, o ante masas de caníbales, o me abriera un Facebook para mendigar atención, no sólo no obtendría lo que deseo, sino que me vería privada de ello. Si yo hiciera eso estaría constatando que no vivo en mis letras, que no existo en la mirada distraída que define la carne, que no vivo en la luz de otras almas. Si yo perdiera el tiempo prodigándome estaría ratificando que no estoy viviendo en otros, sino muriendo por otros.
Afortunadamente cuento con un buen trabajo que me proporciona una nómina nada exigua que me permite vivir con cierta comodidad, sin apreturas, e incluso permitiéndome bastantes caprichos. Es evidente que tampoco necesito ningún tipo de reconocimiento comercial que me suponga ingresos monetarios. Hoy en día nadie gana dinero con la literatura. Ya cumplo con la vida externa, con las responsabilidades de la máquina capitalista, durante muchas horas al día, por lo que en el resto opto por adherirme a mis propias realidades espirituales, privadas, íntimas… El apego incondicional a la vida exterior me parece una forma de frivolidad, una vacuidad interior. Reconozco que la vida exógena, la vida exterior, puede resultar tentadora, entretenida, vertiginosa incluso, pero, en el fondo, yo no sé sino vivirla como una suerte de opresión sobre mi verdadero ser. Tolero el mundo sólo con una única condición, que el mundo me tolere a mí, tolere mi propio mundo de lámpara y teclado, de soledad y letra, de alma y dedo, de hechos y sueños entrelazados. Acepto el mundo sólo a cambio de no permitirle soterrar mi alma. Toda la sobreactividad del mundo, sus juguetes, su cosa social, las ocupaciones, no las vivo sino como una distracción, como algo propio de seres fatuos empeñados en frenar la poesía y el misterio del vivir. Los tecnólogos, los obreros, los fabricantes de cosas se comportan como si hubieran desvelado el misterio, como si no hubiera misterio, como si se hubieran aferrado a una certeza inefable, algo que mi alma niega con todas sus fuerzas. Vivir es flotar en la incertidumbre, en la insoportable levedad del ser, que decía Kundera. Vivir es magia y misterio, latido y letargo, fracaso y nacimiento en perpetuo ciclo. No es que quiera ser, o que sea, una soñadora. Cumplo con las tareas que se me encomiendan. Lo que ocurre es que no quiero dejar de soñar. No soy inconsciente, sino que siento que sólo soy trémulamente real dentro de mí misma, en las cosas que amo, en las tareas que yo misma hago propias. No me reconozco en las profesiones, ni en las rutinas, ni en los compromisos, ni en la prisa de la civilización. No hay nada que me parezca más inútil que ser contable, ministro, ingeniero, o registrador de la propiedad. No existe la propiedad, existe la muerte y la vida, la belleza y la oquedad, el prodigio del vivir y el spleen de la orbe, el hallazgo, la pulpa de la creación frente a la eficacia de los métodos organizativos.
Quizá estoy siendo algo abstracta, don Jesús, y esta entrada me haya salido algo críptica y desmembrada, lo reconozco, pero espero haber sido capaz de explicar las razones por las que no pierdo el tiempo promocionándome más, los motivos por los que me encuentro cómoda y a gusto en el Untergrund literario.
Escribiendo encuentro mi lugar, mi hogar, y soy capaz de mecerme en el vaivén maternal del tiempo. Mendigando atención, sin embargo, siento que todo el vacío existencial concebible me anega y, a la postre, me chupa toda la sustancia que corre por mis venas.
Escribo porque vivo. El día que sea una muerta de pie me dedicaré, quizá, a promover la discreta publicidad de mi obra. Mientras tanto, estaré muy ocupada.

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