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Nombrar algo es, quizá, el primer acto de posesión. Destruirlo, el último. Demasiadas veces he establecido ya el silogismo asesinato-conclusión-findelactocreativo, demasiadas veces he expresado la angustiosa conclusión que nos asegura que concluir una novela no es sino matarla, cesar la vida creativa, interrumpir la acción. Poco he hablado, sin embargo, sobre la concepción de una novela. Nada, o casi nada, sobre su primer aliento, la novela embrional, larval, la primera protuberancia, el primer latido. ¡Ojo! No escribo estas líneas como guía o como ejemplo de cómo deberían vivirse las fecundaciones, sino simplemente como testimonio particular y privado.

El primer acto de posesión consiste en el nombramiento. Se posee algo en el momento en el que se le pone un nombre. Nombrar algo es anclarlo a la Tierra, a lo asible, a lo empírico, a lo aplastable, a lo agónicamente real. Al nombrar algo, ya estamos oprimiéndolo, enjaulándolo, privándolo de la posibilidad de seguir siendo un misterio, o un ente evanescente, o un ideal, o una metáfora brumosa. Nombrar algo es prosificarlo, domésticarlo, adaptarlo a nuestras necesidades y afanes más violentos. Quizá por eso las cosas más importantes de la vida no tengan nombre, o sean necesarias muchas palabras para poder acercarse a expresarlo. El acto de posesión primordial se produce (para una novelista como yo y quiero pensar que para muchos más también) en el momento epifánico en el que se cuenta con un título para una obra aún incipiente, aún meramente soñada. Un título lo engloba todo, el concepto del libro in toto (tal y como menciono en Un libro blanco hetero), su significado más profundo, o, al menos, esa debería ser la función de un buen título. La realidad es, sin embargo, que la mayor parte de novelas comienzan teniendo el mismo título genérico de:

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Y estoy completamente segura de que, hace unos años, cuando no existían los procesadores de texto, muchísimas novelas fueran paridas con el título de:

Sin título

Sólo después de un tiempo escribiendo, tomando notas, ensayando posibilidades, madurando la idea nuclear, valorando sus posibilidades, cuando ya se han incluso escrito unas cuentas páginas, cuando ya se han bocetado las líneas estructurales de la obra, cuando ya se han establecido los cimientos, cuando ya se ha conceptualizado su metáfora proteica, se le pone título a la obra. En ocasiones los autores siguen trabajando el Nuevo documento de Microsoft Word hasta que concluyen, y es al final, in extremis, cuando bautizan a su retoño. La decisión entre la vida y la muerte, entre nombramiento u olvido, la postergan hasta que resulta completamente irremediable acatar la disyuntiva. Hay incluso casos, extrañísimos, de autores que han renunciado a su derecho a titular la obra delegando esta tarea en su editor de confianza. Y, desde luego, hay casos (mucho más extraños aún), en los que el título precede a la obra y, bien puede decirse, supone las primeras palabras que se escriben de la misma. Y aunque esto ocurra sólo en algunos pocos casos, es bastante natural que así sea, pues una novela comienza realmente a formarse, empiezan a delimitarse lentamente sus líneas, a partir de que se la posee, id est, a partir de que la conceptualiza con un título. Una obra empieza realmente a escribirse en el momento en el que, en la mente del autor, ya está escrita. Escribir, en realidad, es un mero transcribir al dictado, una verborragia, una explosión súbita y violenta de palabras que llevan muchos meses en cocción. La única labor del autor no es tanto la de escribir, sino la de guiar, la de depurar, la de tonificar, la de hacerse una rigurosa autocorrección de estilo que permitan convertir su vómito en algo mínimamente canónico pero que conserve sus hedores esenciales. Una vez que la obra está escrita (in mente), prácticamente la obra se escribe sola. Sólo hay que dejarse llevar, tomárselo con calma, pero con disciplina, y seguir más o menos el plan establecido de antemano.

Las obras literarias se derivan de este acto de posesión inicial que se cristaliza cuando se le pone un título y es por ello por lo que contar con uno, aunque sea uno provisional, es, sin duda, haber pasado la primera fase del acto creativo, ir en la buena dirección. Tener una dirección. En el fondo, no se tiene nada hasta que se tiene un título. Al menos, un título que permita seguir trabajando en el proyecto son desfallecer. Ponerle título a una novela es ser capaz de visualizar esa novela como un conjunto unívoco, como un todo completo, como una unidad perfecta. Ser capaz de evocar esa visión es el primer para para realizar esa visión. La segunda fase del proceso es cimentar, terminar de dibujar todos los planos arquitectónicos, aprovisionarse de materiales de construcción (cemento y acero corrugado, preferentemente), pero esa es otra cuestión diferente y supongo que ya tendré ocasión, en otra ocasión, de reportar sobre ella. De momento, he POSEÍDO por primera vez a mi tercera novela. La he violado, por así decirlo, y le he puesto el título de:

Margaritas ante porcos

Eso es todo sobre lo que tengo que informar, por el momento. Por supuesto no es un título definitivo. Es decir, quizá sí lo sea, quizá no. La titularé así… siempre y cuando no se me ocurra un título mejor. Quedan muchos meses de trabajo por delante y no sería extraño que valorará otras opciones. Conforme más vaya avanzando en el trabajo, más claro tendré el criterio a seguir. Lo bueno de poseer algo, literariamente o bíblicamente hablando, es que se puede hacer con ello lo que se quiera.

POSTSCRIPTUM: No, la portada tampoco es definitiva. Es sencillamente a título ilustrativo. Por razones OBVIAS, no pensaré en ninguna portada hasta que tenga el libro escrito por completo.

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