La escafandra

(Entrada escrita tras siete días de confinamiento por el coronavirus)

LA ESCAFANDRA-EL HOMBRE-EL ESTADO-BUÑUEL-EL ÁNGEL EXTERMINADOR-EL CORONA VIRUS-PEDRO IGLESIAS-AISLAMIENTO-ABURRIMIENTO-LA ESCAFANDRA Y LA MARIPOSA-MARCEL PROUST Y JEAN-DOMINIQUE BAUBY

La Puri está que no puede más de los nervios. Lleva ya una semana de confinamiento por el coronavirus y la pobre no sabe qué hacer sin su dosis diaria de gallineo social. Escribo estas líneas tras una semana de arresto domiciliario por Decreto Ley, en España, pero seguramente lo publicaré algunos días después, por lo que es probable que mientras usted lee estas líneas, lector, lectora, ella ya se esté intentando arrancar la cabellera, de pura desesperación, como la burguesa de El Ángel Exterminador. Quizá usted también se encuentre en un estado anímico similar o análogo al de Puri. Hoy en día ya casi nadie sabe estar consigo mismo demasiado tiempo, por desgracia.
Seguramente los escritores tenemos cierta ventaja a la hora de enfrentarnos al confinamiento ya que, de por sí, buscamos el aislamiento, el recogimiento, la soledad y el silencio. Necesitamos todo eso para escribir. A menudo sucede que no escribimos simplemente porque no encontramos maneras efectivas aislarnos. Pocas ideas hay que me resulten más atractivas que la de encerrarme en casa, apagar el teléfono y ponerme a escribir sin pausa, sin distracciones, sin responsabilidades laborales que atender… No son pocos los periodos vacacionales a lo largo de mi vida en los que lo que he decidido hacer ha sido justamente eso: retirarme de la sociedad, casi ascéticamente, para poder concentrarme en la cuestión literaria que es, de todas las cuestiones humanas y divinas, aquella que más me arrebata. Por desgracia, las exigencias de la implacable máquina capitalista no acostumbran a dejarnos un respiro para nada, y menos para una tarea tan laboriosa, tan orientada a la filigrana, tan de orfebre, como es la literatura. Rara vez puedo permitirme hacer esta clase de retiros creativos. Sin embargo, le aseguro, lector, lectora, que soy perfectamente capaz de, tras una semana de jornada laboral, el viernes, hacer la compra en el supermercado y encerrarme a escribir, voluntariamente, y no escuchar una sola voz humana hasta el lunes. A mí no me supone ningún suplicio, ni un castigo, ni me resulta agónico. Puedo hacerlo por más tiempo, semanas, meses, y es un tiempo que considero jugoso, válido y disfrutado… aprovechado. Incluso se me hace corto. Esa clase de tiempo, el tiempo sembrado, el tiempo que no se vierte, sino que se invierte, siempre es bien digerido por el alma. El que duele, el que pesa, es el tiempo perdido (si no, que se lo digan a Marcel Proust), el tiempo abandonado, el tiempo entre acciones, el tiempo de equinoccios, el tiempo en el que sólo hemos estado distraídos, entregados a la corriente.
El aburrimiento es un gran acicate para la imaginación, dice Houellebecq en su novela (digo su porque, en realidad, el pobre siempre escribe la misma una y otra vez, tal y como anoto en la reseña de su novela Serotonina). Muchas de las grandes ideas que han cambiado el mundo, o que han revolucionado naciones, o que han truncado el destino de miles, han nacido del aburrimiento. Otra forma de verlo es que las ideas más sagaces y fértiles provienen de la desesperación, pero, en este esquema de valores, deberíamos entender la desesperación como una suerte de aburrimiento crispado. Muchas de las grandes obras de la literatura se han escrito en la cárcel, que es, posiblemente, uno de los sitios en este planeta en el que más aburrimiento se aglutina. Me resulta extraño y llamativo que algo tan evidente como el carácter catalizador del aburrimiento no haya sido debidamente reportado. Si yo fuera ahora mismo la presidenta del gobierno, estaría pálida de miedo, pero no por un virus, sino por lo que podría estar pergeñando toda una nación condenada a pasarse encerrada varias semanas pensando y aburriéndose.
       No me resultará chocante ni extraño que, cuando el encierro termine, vivamos una eclosión de ideas y que, en los siguientes meses o incluso años, nos veamos inundados de grandes obras literarias, artísticas o intelectuales que hayan sido incubadas o concebidas durante la cuarentena (que levante la mano el escritor que no ha visto, en toda esta crisis del coronavirus, una magnífica novela encubierta). Esas explosiones creativas son lo que ocurre cuando a los hombres se les deja al albur de su imaginación: fantasean y sueñan y explotan en mil millones de ideas, como galaxias nacientes. Algunas de esas ideas de este confeti de ideas serán hermosas, poderosas y vibrantes, otras serán oscuras, ásperas o ridículas. Que no se extrañe el presidente bicéfalo Pedro Iglesias si ahora mismo hay personas planeando milimétricamente la creación de un grupo terrorista o la consecución de un golpe de Estado. Cuando el hombre se aburre, piensa, y cuando el hombre piensa, acaba siempre encontrado algo. A veces la catarsis, a veces a Dios, a veces el camino al suicidio, a veces la fórmula de la vacuna para la malaria, pero encuentra algo siempre.
El arma ultimativa del hombre no es sino su inteligencia, gracias a ella no sólo somos los dueños del Planeta (evidentemente el Planeta no pertenece a los pingüinos, ni a los bonobos, ni a las truchas), sino que también somos dueños de nuestro destino. Poniéndome casi en plan herético podría decir que, gracias a la inteligencia, incluso poseemos a Dios. Los animales no tienen Dios, salvo como muchos los perros, cuyo Dios es el hombre.
       A mí, en el fondo, todo esto del confinamiento, o cuarentena, más allá de las consideraciones sanitarias, me parece algo magnífico a lo que no le veo más que ventajas, y no me refiero sólo a la posibilidad que tengo de poder dedicarme a escribir sin interrupción, ni tampoco al acicate intelectual que pienso que podría suponer en la población, demasiado adocenada por la rutina del trabajo automatizado, sino porque creo que bien podría suplir un hueco cognitivo muy acusado, sobre todo entre la población más joven: el no ser conscientes del poder e influencia del entorno político en el que viven. Mucha gente podrá sentir, por primera vez en su vida, en sus propias carnes, que el Estado no es un ente abstracto e inocuo que no juega un papel relevante en nuestra existencia, sino una institución temiblemente cercana, omnipotentemente eficaz, y que dispone por completo de nuestra la libertad. No hablo de la libertad como eslogan motivacional, sino la libertad individual, la privada, la nuestra, el nosotros mismos, el decidir si estar en el mundo en el nosotros mismos o no. Mucha gente racionalizará por vez primera cómo el Estado, otrora fantasmal, puede, en realidad, inmiscuirse en su existencia. Muchas tienen la posibilidad de interiorizar que pueden perder esa libertad en cualquier momento, que no hay que darla por sobrentendida. ¡Ojo! No se me confunda con una anarquista que aboga por la supresión de cualquier forma de Estado, no van por ahí los tiros. Lo que quiero decir es que muchísimas personas no son conscientes de que viven en 1984 y que es ese Gran Hermano el que les proporciona la libertad de la misma manera que les proporciona agua, alimentos, papel higiénico, o entretenimiento. Nada de todo esto es un derecho natural del hombre, todo se conquista mediante voluntad. Ya nunca más podrán negárselo a sí mismos. La única libertad del hombre es la de poder estar consigo mismo, resulta curioso que el hombre renuncie a ella con tanta facilidad.
Espero que muchos y muchas se aburran estos días lo suficiente como para alcanzar la idea proteica de sí mismos, y, más allá de darse cuenta de que encerrar a alguien por el bien común es algo aberrante (siempre, no sólo en tiempos de coronavirus, lo haga el Estado o no), sean capaces de hacerse algunas preguntas fundamentales. Una de ellas es ¿existe el hombre fuera del Estado? ¿Existe la libertad fuera del Estado? Sí, desde luego, y esa libertad es pura y ese hombre verdaderamente libre. Y si no es libre, no es hombre. Por eso los animales no son hombres… No es porque tengan cuatro patas, hocicos o escamas… es porque no son libres. Es condición del hombre el ser libre, y es condición de ser libre, el ser hombre. Habrá muchos (y muchas) que no lo aguantarán ni con la nevera llena, ni con el Netflix echando chispas, ni con la verga del novio al lado, ni con el chocho de la novia al lado, y, tras unos pocos días intentándolo, serán presas de la ansiedad. Lo sufrirán como la Puri, como si fuera un bombardeo en Siria. Pero tendrán que bregar contra ello y, por primera vez en su vida, tragarse su ansiedad, en lugar de vomitarla de forma egomaniaca. Entonces existe la remota posibilidad de que empiecen a plantearse si quizás han sido inoculados con tanta basura, que ya no saben ni quienes son. Con tanto estado de Whatsapp, tanta mentira, tanto postureo, tanta inquina, tanta hipocresía, tanta chulería por decreto, se han olvidado de quiénes son realmente. Soy optimista. Quizá hasta pueda salir algo de valor de este cenagal anímico. Puede que peque de ingenua, pero creo que incluso muchas personas podrán intuir ahora todo lo que hay de desnaturalizado en el hecho de encerrar a un ser humano en una jaula. Quizá a alguno se le encienda la luz y empiece a comprender lo terriblemente monstruosos que son los arrestos derivados de la LIVG, que con denuedo condeno en El menstruador, el cual, a fin de cuentas, es un libro que habla sobre hombres que son encerrados en una mazmorra sin motivo, por el bien común, por la seguridad de todos, gratuitamente. Los falsodenunciados son un poco como los encerrados por el coronavirus: encerrados preventivamente por su peligrosidad social. Se les amputa la libertad, todo lo que les hace hombres, sólo para salvaguardar la seguridad. Por el bien común. Al menos ese es el discurso de la LIVG. Tengo entendido que dicen algo parecido con el coronavirus. ¿No? Por el bien común. Espero no ser la única capaz de ver las similitudes.
       Ya que nos aburrimos tanto, pongamos las cartas sobre la mesa: en España, durante las últimas décadas, la gente ha llegado a unos niveles de infantilismo y abyección que son prófugos de cualquier posible cómputo. Esto de la cuarentena, a mi parecer, es una oportunidad de oro para revertir los efectos destructores de la idiocia generalizada. Un par de meses reflexionando (muchos por primera vez en toda su puñetera vida), obligados a pensar, y así hasta que se empiece a agotar el hipnotismo en el que viven, hasta que el adocenamiento se vaya desintegrando, hasta que vayan todos abandonando, uno a uno, todos los pilares sobre los que se sustentan sus neuróticas personalidades, todos los dislates con los que se teje se desquiciada ideología política, sean conscientes de la misma o no. ¡Muchos se verán incluso obligados a replantearse su propia actitud ante la vida! ¡Ya no están solos! Ahora serán, por primera vez, conscientes de que alguien los observa, los vigila: un Estado que, si quiere, puede encerrarles, un Ángel Exterminador, por volver a la referencia de Buñuel.
No menciono El Ángel Exterminador por ser una de mis películas favoritas (desde luego recomiendo verla mientras dure la cuarentena), ni por su incuestionable calidad, sino porque profundiza con maestría en la cuestión del aislamiento social, la cual es una cuestión con la que, para bien o para mal, últimamente todos tenemos que enfrentarnos. El efecto psicológico del aislamiento ha sido ampliamente estudiado por el hombre (de ahí que me resulte tan extraño que haya tan pocos estudios serios sobre el aburrimiento). Han escrito sobre el aislamiento psicólogos, filósofos, terapeutas, carceleros, dramaturgos, psicólogos, poetas, tullidos, pintores… Por razones que seguramente tienen raíces ancestrales, la idea de vivir aislados del grupo al que pertenecemos, nos fascina y nos horroriza, la evitamos y la provocamos en otros, a los que enviamos a la cárcel sin que nos tiemble el dedo.
       —A esos deberían fusilarlos.
       —Debería implantarse la cadena perpetua.
       —¡Mejor la pena de muerte!
       ¿Puede algún analfabeto de esos a los que se les llena la boca con la cadena perpetua, ahora, tras perder los nervios tras una semana en su propia casa, seguir abogando por la cadena perpetua sin que se le caiga la cara de vergüenza? Buñuel, en El Ángel Exterminador, creó la obra ultimativa sobre el aislamiento, pero seguramente sin quererlo, ya que su intención primordial (sospecho) no era otra sino la de criticar a la burguesía. Otras películas como la curiosona Los últimos días, de Álex y David Pastor, la inquietante Cube de Vincenzo Natali, la estremecedora Bad Boy Bubby, de Rolf de Heer, la dulcísima Zoo de Antonio Steve Tublén, o la insuperable Oldboy de Park Chan-wook (no confundir con el refrito de Spike Lee), por citar unos pocos ejemplos (una lista completa sería interminable), también abordan el tema del aislamiento. Cada una de estas obras realizan su aporte particular. El gran aporte de Buñuel al tema, lo que le hace ser a Buñuel (o al escritor del guion en su defecto) rabiosamente actual, es el hecho de que los encerrados por el bíblico Ángel Exterminador no son conscientes del mismo. No saben que hay un ángel, que hay un Estado, que hay una barrera, que hay un cancerbero del infierno. Los burgueses de Buñuel son como la gente joven de hoy en día, inconscientes del Estado, inconscientes de que el ángel extermina cuando quiere, si quiere y la mayor parte de las veces con nuestra propia connivencia… Viven de espaldas al reverso obscuro de la sociedad, o a uno de ellos, y de ahí su atrevimiento, su falta de moral, su idiocia política y su superficialidad. De repente la luna ya no es un simple icono celeste, sino que tiene un lado oscuro en el que habitan seres malévolos. A los burgueses les pilló por sorpresa, desprevenidos, y la mayoría no supieron sacar ningún provecho, no obtuvieron ningún conocimiento, no se volvieron más conscientes del entorno, no sobrevolaron el aburrimiento, no se elevaron sobre sí mismos, ni siquiera reconocieron al enemigo o supusieron interpretar lo que les estaba sucediendo. Buñuel supo acentuar esta caída, este necesario baño de realidad, este despertar del ensueño, y también el primero en intuir que esta adversidad venida de sopetón, aunque puede resultar pedagógica (espero), conducirá a la mayor de las personas a la neurosis pasajera. Así están las cosas. Nos resulta pesada y aciaga la perspectiva de estar con nosotros mismos durante un mes. Necesitamos vampirizar a la sociedad en todo momento. Seguramente es necesaria un poco más de barbarie en nuestra sociedad. Quizá debemos aprender a ser un poco más bárbaros, o un poco más precavidos, o ambas cosas a la vez, como las panteras de África, que son bárbaras y cautelosas a partes iguales. Quizá tras la cuarentena seamos, al mismo tiempo, un poco más perros y un poco más gatos, un poco más fieros y un poco más retraídos, un poco más pantera y un poco más osos… En cualquier caso, deberemos ser, auténticamente ser, y no aparentar, deberemos estar con nosotros mismos, en nuestra cruda desnudez, y no distraernos con mil zarandajas electrónicas y mil promesas de paraísos artificiales… y eso es algo que, más allá de los virus, es un ejercicio necesario y saludable.
En realidad, esta no es la primera entrada que escribo abordando el tema del aislamiento, sino la segunda. Ya en El caso Dalton Trumbo (primera parte), menciono la historia de un soldado de la primera guerra mundial que, en circunstancias pesadillescas que van mucho más allá de las medidas cautelares tomadas por Pedro Iglesias, el presidente bicéfalo, queda completamente aislado del mundo. Por la metralla de una explosión pierde la vista, el oído, las extremidades, y hasta la mandíbula. Sin embargo, no creo que el tratamiento que le dio Trumbo a esa historia (recordemos: rayano surrealismo) sea necesariamente el más adecuado. La historia de Johnny en Johnny cogió su fusil, más allá de su planteamiento, no sólo no deviene en una historia profunda o conmovedora, o llena de sabiduría, sino que, debido a la decisión de Trumbo de recurrir en grandes medidas al surrealismo, acaba incluso resultando vacua. A veces, ya lo digo, de las mejores ideas no derivan las mejores obras. La correcta aplicación de las ideas es tan importante como las ideas mismas.
Con una misma tesela de partida, pero bien desarrollada, trabajó Julian Schnabel en la magnífica película La escafandra y la mariposa (que es la segunda película que deseo recomendar en esta entrada). Al igual que el Johnny de Johnny cogió su fusil, el Jean-Dominique Bauby de La escafandra y la mariposa también nos intenta contar le desgarrada epopeya silenciosa de un hombre que, debido a la enfermedad, pierde toda la movilidad y sensibilidad de su cuerpo, por completo, quedándole un solo ojo (el izquierdo, si mal no recuerdo) en funcionamiento. ¿Puede usted imaginarse, lector, lectora, transformarse en puro pensamiento porque su cuerpo deja de funcionar? Toda la vida de Jean-Dominique Bauby (no es un personaje ficticio, como Johnny, sino que existió realmente) se queda reducida al imperio de la oquedad, a mero aburrimiento, a mera desesperación silenciosa. Lo que resulta profundamente inspirador y conmovedor, en el caso de Jean-Dominique Bauby es que, a pesar de verse totalmente impedido para comunicarse con el mundo, consiguió escribir una magnífica novela, que es la que ha supuesto el borrador para el guion que con maestría rodó Julian Schnabel. La escafandra y la mariposa sí es una película que desgarra el alma y que muestra como los seres humanos debemos encontrar la desgracia para saber verdaderamente quienes somos. Sólo en la desgracia y en el aislamiento conseguimos quitarnos la venda de los ojos. Jean-Dominique Bauby escribió, quizá, la novela que más esfuerzo ha costado escribir en toda la historia de la humanidad. Ninguna obra escrita ha costado tanto esfuerzo personal como la novela de La escafandra y la mariposa. Ni si quiera en la más perfecta obra de Flaubert, se ha tenido que meditar tanto cada palabra. Esta es la razón por la que incluyo esta magnífica película (y este más que interesante libro) en la lista de 100 películas sobre la creación literaria que estoy confeccionando.

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