España me duele
España me duele. Amar España es difícil y doloroso, tanto como amar a un progenitor senil o a un hijo criminal. El motivo de este dolor (uno de ellos) es que España tiende a no amarse ni respetarse a sí misma como debería. Así nos va.
Producimos el mejor aceite de oliva del mundo, pero permitimos que sean los italianos los que con su etiquetado fino, su verborrea, su mercadotecnia y sus aspavientos los que copen el mercado. Producimos el mejor vino del mundo, pero en el mundo de la enología los gabachos son los reyes. Tenemos un sol que mata, pero no estamos a la cabeza en lo que energía solar y recubrimientos de silicio se refiere (aunque no lo crean, uno de los países con mayor superficie de placas solares de Europa es la sombría Alemania). Preferimos un Volkswagen a un SEAT, aunque hayan sido diseñados por los mismos ingenieros e incluso producidos en las mismas fábricas. Aceptamos el rap, el funky, el folk, el jazz, y la bossa nova, pero le hacemos ascos a una buena jotica aragonesa. Nos gusta el flamenco, sí, pero sólo si viene mezclado con géneros anglosajones. En Eurovisión cantamos en inglés porque creemos que así tenemos más posibilidades y somos más auténticos aunque cada año obtenemos una puntuación más desastrosa. Somos reconocidos en todo el mundo (le pese a quien le pese) por el toro, pero renunciamos a este icono cultural en aras de nosequé ecologismo inculto que no atiende a razones (dejaré el tema de la tauromaquia para otra ocasión por aquello de no lacerar conciencias). Leemos con devoción (y aquí quería yo llegar) a cualquier juntaletras americano pero despreciamos a los grandes autores españoles. No hay más que darse un garbeo por blogs de escritores para darse cuenta de que la mayor parte de ellos no leen sino traducciones.
Antes de que mis compañeros me asalten con sus dagas, me defenderé por anticipado (no hay mejor ataque que una buena defensa). No, no soy una anglófoba, ni creo que las traducciones sean malas per se. En el mundo anglosajón existe una profunda tradición literaria y, sin lugar a dudas, hay una larga lista de autores británicos y norteamericanos que pertenecen eo ipso al panteón de los grandes de las letras universales. No sostengo que las traducciones sean nocivas, culturalmente desechables o necesariamente peores que sus versiones originales. De hecho me alineo con gente como Dámaso Alonso o Jorge Luis Borges a la hora de sostener que, en ocasiones, las traducciones pueden incluso mejorar, dotar de matices, y enriquecer las obras de las que están derivadas. A lo que quiero llegar es que esa anglomanía literaria responde más a una profunda hispanofobia que una verdadera anglofilia y que esto se evidencia en la selección de autores angloparlantes que siempre están en la lista de los más vendidos y a menudo se cuentan entre los peores de sus países de origen. En España no se lee la buena literatura inglesa, sino la mala, la peor que producen.
En España padecemos una enfermedad profundamente grave que consiste en no saber diferenciar al autor de su obra, y no hay pecado más grave que pueda cometer un autor español que el hecho de ser español. Cuando en Colombia aparece un autor como García Márquez, o un pintor tan insulso como Pedro Botero, se le celebra hasta la náusea, se le coloca en el foco de todas las atenciones y se le promociona de día y de noche en todos los ámbitos. Diríase que todo el país, y toda Latinoamérica, se posiciona tras ellos, apoyándoles, respaldándoles, ayudándoles a convertirse en figuras eternas. Cuando en Francia aparece alguien como Houellebecq, aun cuando se esté en desacuerdo con su bestiario sociopolítico, el país entero se esfuerza en convertirle en la nueva starlett de las letras europeas; se le coloca en universidades a dar conferencias, se suben miles de entrevistas de él a Youtube, se le traduce a todos los idiomas, se promueve su presencia en todos los periódicos, revistas y saraos literarios, se le concede el premio Goncourt, se hacen adaptaciones al cine de sus películas… Pero en España, ay, en España. En España no hacemos nada de todo esto, sino todo lo contrario. Tratamos a patadas a nuestros mejores autores, incluso después de muertos. A los nuestros, los de aquí, los defenestramos, los vilipendiamos, los boicoteamos, los obligamos a revolcarse en el barro, a no conocer nada salvo los sinsabores del fracaso y la envidia, a bascular entre la oquedad y la ignominia.
Hace poco me acerqué a una librería de Humanidades, completamente vacía, en la que tuve la posibilidad de conocer a una amable librera, pre-anciana, culta, de buena conversación, guapa (de esa belleza propia de la gente de la tercera edad que aún conserva un espíritu joven, algo raro de ver en España, en donde los viejos tienden a echarse prematuramente a perder). Charlamos sobre literatura, ay, ay, ay. En realidad charlar sobre literatura es aburridísimo, la verdad, ya que el protocolo indica que cuando no hay aún confianza hay que hacer un repaso a los clásicos, siempre los mismos, siempre aquellos de los que apenas hay nada que decir ya que ya ha sido dicho todo sobre ellos. Así, le dimos un repaso a la lista estándar: Saramago, Paul Alster, Joyce, Vargas Llosa, etcétera. La murga de siempre. Como no podía ser de otra manera salió a colación Francisco Umbral, yo he venido aquí a hablar de mi libro. Según el parecer de la librera (y según el parecer de la mayor parte de españoles), un autor deleznable por ser asquerosamente arrogante. Es triste, tristísimo, tener que alegarlo por escrito, pero Francisco Umbral es uno de los autores más brillantes del siglo XX. Francisco Umbral, Paco, no sólo era un autor extremadamente trabajador y prolífico (hablamos una novela al año y un artículo periodístico al día durante décadas, ahí es nada), sino que, además, cultivaba una prosa de las más exquisitas y delicadas que hayan sido publicadas en español. Si existe un autor bueno-bueno, pero bueno de verdad, ése es Francisco Umbral. Todos los demás no somos sino diletantes a su lado. Pero no importa. El pobre de Paco, en un momento de acaloramiento, tuvo un encontronazo con Mercedes Milá, yo he venido aquí a hablar de mi libro, y ya nada de lo que escribió durante toda su vida importa un carajo. Nadie conoce nada sobre su obra porque para juzgar les basta con esos treinta segundos de azoramiento televisivo. ¿Para qué escribió Umbral nada si, a fin de cuentas, lo único que a la postre importa son esos treinta segundos de su vida? Intenté levantar una réplica ante la amable librera, que seguramente no se había molestado jamás en leer nada de Umbral; intenté explicarle, parafraseando a Primo de Rivera, que el valor de un hombre no reside en su amabilidad, que quizá Umbral había sido mal interpretado, que quizá Umbral sólo estaba armando jaleo para vender más libros, algo que no es reprobable. Mis tímidos intentos fueron en vano. A juicio de la librera la literatura de ese señor es mala porque él es (era) un arrogante. No se quedó ahí. Durante la conversación también indicó que la literatura de Vargas Llosa es mala por él es de derechas, que la literatura de Joyce es mala porque él es (era) un esquizofrénico, que la literatura de Juan Manuel de Prada es mala porque él es un gordo asqueroso, que la literatura de Cela es mala porque él es (era) un ser repugnante que sorbía con el ano. Y así con todos. Me quedó claro que su criterio para valorar la literatura era sistemáticamente extraliterario y que, a tenor de sus opiniones, sólo pueden escribir buena literatura las gentes simpáticas a las que se les den bien las relaciones públicas y que además sean de izquierdas.
Así nos va. No sabemos valorar obras, sólo a autores, sólo circunstancias personales. No aceptamos el hecho de que un autor no tiene la responsabilidad de satisfacer nuestras expectativas. El transgresor postulado que deseo apuntalar con este escrito es que un escritor no tiene por qué ser humilde, ni cívico, ni debe profesar una ideología política concreta, ni practicar una orientación sexual específica, ni tiene la obligación de caerle bien a nadie. Un escritor puede ser un enfermo, un pederasta, un asesino, un borracho, un dictador, un presidente de gobierno, un sodomita, un gomorrino, un cabrón hijodeputa, un malnacido miserable, un canalla, un vendido, un aficionado al toreo, un proxeneta, un español, o puede tener el corazón renegrido por los fracasos, o las envidias, o las vilezas a las que se inclina el ser humano. Puede ser todas estas cosas a la vez, siempre y cuando escriba bien. Ésa es su única responsabilidad y es una responsabilidad hacia su obra, hacia sí mismo, hacie el éter, hacia la eternidad, pero jamás hacia el lector. Al lector no le debe nada, ni le ata ningún compromiso, juramento o pacto. Si los lectores no tienen ninguna responsabilidad hacia los autores, entonces es justo que los autores no tengan ninguna responsabilidad hacia los lectores. Menos aún hacia los lectores que ni se molestan en leer.
De todas las tropelías extraliterarias que puede cometer un autor, la de ser español es la más grave de ellas. Leer a autores españoles es, en general, una suerte de nacionalismo facha, algo anacrónico, contra-agenda, extemporáneo, demodé. Y es que en España el nacionalismo, o el patriotismo (sobre la diferencia entre estos dos conceptos me explayaré en otra ocasión, quizá), no está pasando sus mejores momentos (con la excepción del nacionalismo catalán, claro, que ese sí que está viviendo un momento dorado). Creo que empecé a interiorizar esta aciaga realidad el día que murió el músico Tete Montoliu. En lo que me resta de vida me será difícil olvidar el rictus como de patata del político Jordi Pujol saliendo en televisión para decir (la cursiva es literal) que el recién fallecido Tete Montoliu era ante todo un buen catalán. No, señor Pujol, Tete Montoliu era ante todo un buen músico y un magnífico pianista. No, señora librera, Francisco Umbral, Cela, De Prada, Joyce, Vargas Llosa son, ante todo, buenos escritores. No, España, nuestros grandes artistas deben ser valorados por su trabajo, no por su coyuntura, sus vicios, su lengua materna, sus inclinaciones o su nacionalidad.
¿Cuánto aprenderemos a disociar al artista de su arte? ¿Cuándo entenderemos que criticar a un artista no es sino una forma de reconocer que se es incapaz de criticar su arte? Posiblemente nunca, ya que estas malformaciones del entendimiento están profundamente arraigadas en la idiosincrasia española, que tiene algo de suicida al borde del abismo. Dios debería castigarnos convirtiéndonos, por un mes, en albaneses, catalanes, o suajili-parlantes, o en usuarios de alguna lengua que la UNESCO haya declarado en peligro de extinción. Quizá deberíamos experimentar, por un mes, lo que supone el depender necesariamente de traducciones para todo, lo que significa estar idiomáticamente aislado del mundo, lo que conlleva el expresarse en un idioma que, en el fondo, a todo el mundo le importa un carajo, lo que implica haber nacido en el seno de un idioma universal como en español. Quizá un mes sería suficiente para hacernos asimilar que es precisamente la lengua española una de las pocas en el mundo capaz de hacerle sombra a la cultura anglosajona, que incluso puede permitirse mirarla de igual a igual, que no tenemos nada que envidiar a los yanquis y a los británicos, que nuestro idioma es, a todas luces, uno de los más hermosos, precisos y poéticos del mundo, y que nuestra literatura se cuenta, por méritos propios, entre las más dignas y egregias del mundo.
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