El menstruador


Mi criatura ha lanzado ya su primer grito en la oscuridad. Mi primera novela, El menstruador, ha visto la luz y ya no es mi novela. La llamo mía pero, en realidad, ya no me pertenece. Ahora es propiedad de la tierra, del aire, de los pueblos, de la Biblioteca Nacional, de Amazon, o del juicio de los lectores, no lo sé. Desde hoy vive impulsada por un hálito propio, independiente, que ya no guarda relación conmigo. Ya no hay nada que pueda hacer por ella salvo, como mucho, contemplar en la distancia como vive, respira, o, tal vez, como envejece, muere y se desvanece en las ergástulas del olvido. No puedo evitar ni una cosa ni la otra, tampoco propiciarla. Cesaron los dolores del parto, la madre se ha sumido en un profundo sopor y el padre está tomándose una cañita en el bar. La matrona se ha ido a atender a otra parturienta, el galeno se ha ido de vacaciones, el personal de obstetricia está contando chistes en el grupo de Whatsapp y en el Registro Civil se ha resuelto ya todo el papeleo burocrático. El fecundo impulso concluyó, la tumescencia languideció. Si el neonato tiene extremidades asimétricas, será siempre cojo, si nació ciego, no merece la pena ponerle gafas, si vino al mundo con espina bífida, será siempre una monstruosidad, si es un sietemesino, tendrá una existencia lastimosa. Ya nada se puede arreglar o corregir, alea iacta est, que será-será, la respuesta está en el viento.
       No resulta fácil describir la miríada de sentimientos confrontados, temores, orgullos y alivios que padece un escritor novel cuando publica su primera novela, máxime cuando se trata de una novela necesaria, obligatoria, hija de una inspiración elegiaca, como es ésta (naturalmente a nadie se le escapa que una novela titulada El menstruador no está diseñada meramente para entretener). Si hubiera de sintetizarlo de alguna manera diría que lo que siente es, antes que nada, liberación. Hay muchos mitos y bulos alrededor de la tarea de escribir. Pensemos en ello. Un escritor necesario no es sino un alma atormentada que se niega a abandonar el mundo sin antes marcarlo, fustigarlo a latigazos, sí, pero en cierto sentido también sucede que la obra escribe al escritor, y no al revés, que es como habitualmente todo el mundo piensa en ello. No siento haber escrito esta novela, sino, más bien, que esta novela la que me ha escrito a mí. Yo no decidí redactarla. Lo preciso sería asegurar que fui seleccionada por ella.
       Basta de misticismos. Cuando sea yo quien se haya desvanecido en los insondables abismos de la muerte, cuando las cenizas de mi cuerpo sean esparcidas en la mar de la eternidad o el polvo de mis restos sea vertido en el retrete del más allá, la criatura (bestia o apolínea, da lo mismo), seguirá estando ahí para ofrecer testimonio de mi paso por el mundo, me sobrevivirá. Sus quiasmas narrativas seguirán palpitando en alguna estantería, o en algún fichero digital, o en la memoria de alguno de sus lectores, y muy probablemente lo harán per sæcula sæculorum, lo cual es, como digo, un sentimiento fundamentalmente liberador. Publicar es en cierto modo burlarse de la muerte, esquivarla, torearla. A partir de hoy puedo vivir más tranquila, continuar mi rodar con la garantía de que mi obscena carne resucitará y que de ese modo nunca pereceré del todo.
       No cuento con que sea un bestseller, ni tampoco un longseller, jamás lo hice. Seguramente muchos me tilden de esnob si consigno que tampoco lo deseo o lo busco. De hecho considero que la filfa de la fama y el reconocimiento es, en cierto modo, una de las formas más horteras que existen de perentoriedad, además de veneno puro para el artista vocacional. La forma más rápida y garantista de soportar un plúmbeo olvido es precisamente adquirir un aplauso prematuro, descoyuntado, impropio, desacertado. No aspiro a eso. No deseo que ningún académico analice los vericuetos de mi prosa, que ningún redactor de revista literaria me interrogue sobre mis secretos o influencias ni que ningún locutor de radio me pregunte sobre mis proyectos futuros. No sabría que decirles y seguramente me harían sentir como si estuviera tomando parte en una cena caníbal en la que yo misma soy el plato principal. A lo que sí aspiro es que algún día, quizá muy lejano, quizá en el año 2184, un estudiante de filología aburrido se tope con El menstruador en alguna biblioteca, o algún cazador de rarezas compre por diez céntimos una primera edición en la cuesta de Moyano. Me complace evocar que algún día algún arqueólogo de las letras lo encontrará y lo leerá sin aspavientos, sin furor, por mera curiosidad entomológica, sin saber nada de mí, quién fui o qué me propuse. Sueño con que lo vea como un objeto de artesanía antiguo, vintage, demodé, como si fuera un casete, o un VHS, o un daguerrotipo, o una plumilla de delineante, o un teléfono con rueda, y que piense que era interesante lo que decía esa señora, esa tal Lázara, y que fíjate qué cosas hacía la gente antes, y que tras manosearlo abandone ese tesoro arqueológico en una caja de cartón junto a otros enseres inútiles e irrelevantes pero hermosos y válidos.
       El papel de la imprenta de un libro recién publicado me parece demasiado blanco, demasiado brillante, demasiado fúlgido. Ni siquiera las imprentas que ofrecen un papel “color hueso” o “color marfil” me satisfacen. El auténtico color albahío de los libros perennes sólo se consigue con el paso de los años. Ocurre lo mismo con los bluyines: por mucho que los vendan “lavados a la piedra”, no son lo mismo, no son equiparables a la pátina de historia, rozamiento y desgaste que revisten unos verdaderos bluyines que hayan sido usados durante años y se acomodan al cuerpo de su portador como si fueran una segunda piel, amoldándose a sus pliegues, adaptándose a sus sobrantes de carne y a sus recovecos de oquedad. Un libro no es un libro hasta que sus páginas han amarilleado y absorbido el sudor y la mugre de las manos de todos aquellos que los han leído y conformado, hechos suyos. En realidad un libro no es un libro hasta que haya alguien capaz de olvidarlo. Antes de eso sólo es un rectángulo de papel, una procesión de hormiguitas de tinta, un arcano jeroglífico.
       Sospecho que sólo los escritores atormentados y las personas que tienen hijos podrán entender todo esto, si es que algo de todo esto es entendible y tiene sentido. O quizá sólo le encuentren sentido los nulíparos, los infecundos, los estériles, los que ignoran o intuyen o saben que carecen de destino. ¿Cómo saberlo? Yo no sé nada. Lo que una vez creí saber lo escribí. Después, lo olvidé.
       Puede llegar a pensarse que el momento de publicación de una novela es un momento feliz, placentero, en el que todas las esperanzas e ilusiones del escritor cristalizan. No creo que sea así o, al menos, que tenga necesariamente que ser así. En cierto modo es, puede ser, un momento triste, de pérdida y sentimiento de derrota, ya que es el momento exacto en el que se da una obra por culminada y una obra, en el momento en que se termina, muere. Un libro publicado es un libro muerto, un resto arqueológico, inamovible. Mientras se está trabajando en la obra (o mientras la obra aún está trabajando a su autor), se produce un proceso vivo, palpitante, en ebullición y en constante cambio. Una novela, mientras se está escribiendo, reviste una naturaleza vibrátil, osmótica, pero cuando por fin se concluye la obra, ésta queda petrificada, solidificada, mineral como un tótem de la antigüedad. Culminar una obra no es un acto de creación, sino de destrucción, de muerte, de asesinato. Terminar una novela es matar a una novela, el momento de la estocada final, del golpe de gracia. Decía un sabio renacentista que las obras nunca se acaban, sólo se abandonan. Puntualizo: se abandonan sus cadáveres. Cadáveres de novela.
       Así que si es usted de esas personas que desea creer que la publicación de El menstruador supone una alegría en mi vida, la consecución de un propósito, permítame que le corrija. Si por mí fuera seguiría trabajando en ella ad aeternum (id est, seguiría dejando que ella me escriba a mí ad aeternum), hasta que tuviera un millón de palabras de longitud, dos millones, cien millones, La historia interminable, y en mi lecho postrero, cuando mis ojos ya no me permitieran distinguir las letras y mis dedos no tuvieran fuerza suficiente para sostener un bolígrafo o pulsar las teclas de un teclado, y sólo entonces, la publicaría o la mandaría quemar en la hoguera. Supongo que hay algo de asesina en mí, que estoy harta de mí misma, que para poder sobrevivir necesito que una nueva novela me reescriba. El único consuelo que le queda a alguien que ha alcanzado una cota, que ha construido algo, es que tiene la opción de destruir lo logrado para volver a intentarlo de nuevo, ab ovo usque ad mala. La única recompensa para el trabajo es la posibilidad de poder volver a realizar el trabajo de nuevo.
       No voy a pedirles que lean mi novela, porque ya no es mía. No voy a mendigar su atención ni a suplicar que adquieran, por favor, por favor, un ejemplar. Tampoco voy, en un fútil ejercicio de falsa modestia, a utilizar artificios lingüísticos para solicitarles que no la lean, que no la compren. Ustedes tienen libertad y criterio suficiente para discernir si El menstruador es su novela, si van a hacerla suya leyéndola, si van a amarillear sus páginas en su estantería, si van a insuflarle vida abanicándose con sus páginas, o si, por el contrario, participarán conmigo en el asesinato, serán mis cómplices en el crimen y colaborarán a la hora de enterrarla bajo una eternidad de oscuridad y olvido. Quizá ustedes sean tan asesinos como lo soy yo, y por ello soy incapaz de entonar ningún alegato moral. Me encuentro a gusto entre asesinos.
 
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