El español al día

Me subyugo ante las palabras españolas, todas. Las iridiscentes y las sombrías, las fulgurantes y las miserables, las inesperadas y las balsámicas, las que provocan molestias y las que devienen en epifanías, las prístinas y ebúrneas y las lozanas y neonatas, las restablecedoras del caos y las que mancillan inocencias, las que suponen un remanso de paz y las que nos asolan como pesadillas, las peludas y las huecas, las ásperas y las sedosas, las desaforadas y las sosegadas, las galanas y la pedestres, las marciales y las samaritanas. Me prosterno ante todas ellas, las palabras españolas, y también ante la mecánica celeste que las conjuga o las dirime, las hace desfilar en procesión o las hace explotar en millones de galaxias divergentes. En el principio ya era la palabra, el verbo, y el verbo estaba con Dios y Dios habla en español. Olé.
No comprendo a los escritores que no sienten un amor profundo por la lengua española, que es, aunque pretendan ignorarlo, su principal herramienta de trabajo. Vivimos tiempos infaustos en los que la profusión de escritores para los que la palabra es casi una rémora, un lastre, algo fastidioso e inoportuno, es alarmante. Hace no mucho un compañero de letras (aunque no un letraherido) me solicitó que le echara un vistazo a su novela y que, de ser posible, corrigiera aquellos errores, o imprecisiones lingüísticas, con las que me topara. A pesar de la mala fama que tiene el ego de los escritores lo cierto es que, en muchas más ocasiones de las que pudiera pensarse, intentamos ayudarnos los unos a los otros y crear sinergias a través de las cuales podamos apoyarnos o, meramente, consolarnos. No sin cierto temor acepté, seguramente pensando que en cualquier momento podría llegar a necesitar cobrarme el favor, aunque reconozco que me resultó casi imposible concluir la faena. Encontrábame yo leyendo cuando todo el espanto lingüístico concebible tomaba asiento en mi alma en forma de hórridas oraciones como la que consigno a continuación:

Por la mañana, el grupo de los cinco bajaron la cuesta ancha hasta el riachuelo de aguas cristalinas.

Dejando a un lado que la expresión “aguas cristalinas” es, posiblemente, la menos original y la más conformista en la historia de la literatura (más aún que “luna plateada”, que ostenta el segundo lugar en el ranking de expresiones obscenamente deleznables), ¿cómo hacerle entender a este compañero, sin ofenderle, que su desidia sintáctica, su abulia ante los rudimentos del idioma, alcanza cotas inadmisibles? ¿Cómo explicarle, sin infligirle daño, que en literatura, en el arte de encadenar palabras, lo que uno cuenta es casi irrelevante en comparación con el modo que tiene de expresarse?
Existe hoy en día una suerte de escritores prófugos del verbo para los que no importan los términos con los que se designa sino, exclusivamente, aquello que pretenden señalar con sus burdos vocablos. Escritores que ignoran que la forma y el fondo no están desligados, escritores que no son conscientes de que algo mal redactado jamás podrá brillar (por trascendente que sea lo que venga a desvelar) y, lo que es peor, que no imaginan que algo soberanamente escrito siempre inspirará, aunque trate sobre los temas más baladíes.
Una de mis opiniones más arraigadas es que la denostada Real Academia Española es, en realidad, una de las instituciones que mejor funciona en España, así como una de las más egregias. Uno de los cánceres más metastatizados de la idiosincrasia española es que tendemos a no valorar lo propio. Naturalmente, como ocurre con cualquier otra institución, tiene sus problemas; y sus miembros toman en ocasiones decisiones que considero discutibles o desacertadas, cometen errores y caen en desatinos, pero, a grandes rasgos, sostengo que la RAE no sólo limpia, fija y da esplendor, sino que, además, abrillanta, asienta y da majestuosidad a la lengua española, que, repito, es la lengua de Dios.
Cuando escribo hay ciertos elementos inamovibles sin los cuales soy incapaz de redactar una sola línea. Algunos de ellos son, verbi gratia, silencio absoluto (en algunas circunstancias incluso me he visto obligada a utilizar tapones en los oídos, algo que es poco recomendable ya que provocan cefalea y la sensación como de estar dentro de la escafandra de un buzo), un cenicero (siento cierto grado de desconfianza hacia los escritores que no fuman), comida en la nevera (digan lo que digan sobre Dostoievsky, Henry Miller o Allan Poe lo cierto es que no se puede escribir con el estómago vacío) o una conexión ADSL que me permita, entre otras cosas, poder consultar información semántica, gramatical o sintáctica en el sitio web de la Real Academia Española. No sé escribir sin tener acceso a su base de datos. Lo reconozco.
La RAE ofrece al hispanoparlante, con una diligencia inusitada en la administración española, un servicio que, en mi opinión, los escritores deberían entender como inestimable. Tanto a través de su servicio de “Español al día”, como de su cuenta en Twitter, pueden realizarse consultas lingüísticas que son respondidas con pasmosa premura. Confieso que en no pocas ocasiones, cuando me he enfrentado a oraciones sintácticamente desafiantes o vocablos cuyo correcto uso no me quedaba del todo claro, he recurrido a ellos y siempre han despejado mis dudas. No deseo que esta declaración sea tomada como una invitación a saturar el servicio consultándoles obviedades, cuestiones relativas a las tildes diacríticas, u otras que ya estén perfectamente resultas en su sitio web, pero sí anotar que la eficacia con la que desempeñan su labor es del todo impensable en el resto de instituciones españolas.
¿Se imagina usted escribiendo un correo electrónico, no sé, al ayuntamiento, y que éste recibiera no sólo una rápida respuesta sino que, además, lo hiciera eficazmente, en clave personalizada, y encima gratis? Yo no. Valorémoslo, agradezcámoslo como se merece y, sobre todo, reverenciemos la lengua que viste nuestra alma y que es la que nos permite ostentar un lugar diferenciado y unívoco en el mundo.
Señor notario: cuando muera, por favor, donen todos mis libros y mis ahorros a la Real Academia Española.
Compañeros escritores: dice el cliché que los ojos son el espejo del alma, pero se equivocan. El espejo del alma es el verbo.

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