Biblióvoro
La falta de talento tiene preocupado a Laoconte, que para remediarla ingiere a diario las obras de sus autores favoritos, buscando de esta forma interiorizar su buena prosa. De modo que hoy desayuna Hemingway, almuerza Flaubert y cena Rimbaud. El revoltijo de celulosa viaja por su estómago, desprendiendo a su paso cloro y demás aditivos químicos que le blanquean las paredes intestinales. A veces a Laconte se le quedan pegados en la garganta fragmentos mojados de papel que finalmente empuja hacia el esófago con una bola de pan. Su cuerpo se ha ido adaptando a la ingesta cartácea desde la infancia, allá cuando se comía las hojas de los cuadernos Rubio, o las esquinas de los manteles de los bares, que se deshacen en la boca como la hostia consagrada. Ya en la adolescencia solía traer a los exámenes chuletas hechas con papel de arroz, y de acercársele con sospechas el profesor se tragaba la prueba inculpatoria en un pispás. Su madre le ha recomendado ya varias veces sustituir esa obsesión biblióvora con actividades que le rindiesen más a cuenta a la hora de mejorar en la escritura, como leer mucho y escribir mucho, pero Laoconte hace caso omiso, persevera en su ritual y consume hasta quince páginas al día, cinco para cada comida. Luego, a la noche, delante del folio en blanco, las ideas no fluyen (¿tal vez porque aún no ha finalizado la digestión?) y Laoconte, antes que aciberar sus esperanzas, acera sus convicciones y se plantea la posibilidad de incrementar al día siguiente la ingestión calórica de literatura.
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