Asesinato y resurrección del corpus amandi

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Breve adenda a la breve explicación del porqué del aplazamiento de la publicación de Bahía carmín



Muchos allegados se están dirigiendo a mí desde hace unos días debido a que sienten preocupación por mi persona, algo que, sin duda, es de agradecer y agradezco. A todos los que me conocen y estos últimos días han querido mostrarme su apoyo: gracias. Perdón… Esto debo escribirlo en letras mayúsculas:

GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS

OS CONSIDERO A TODOS PERSONAS NECESARIAS EN ESTA SOCIEDAD

Estoy bien de salud, de trabajo y, aunque desde hace unos días, o semanas, no escribo apenas nada (me siento demasiado abrumada por distintas circunstancias) también me siento burbujeante de inspiración. De hecho, ahora mismo, más que sufrir un bloqueo creativo por falta de inspiración, lo que me está ocurriendo es que estoy experimentado algo así como un empacho inspiracional. Tengo en mi mente varias novelas cociéndose (los libros soñados) y supongo que con el tiempo iré pariéndolas todas, pero, justo en este preciso instante, es tanto lo que deseo escribir, es tal el torrente de palabras vulcanizadas que amenaza con reventar en mi garganta, que prácticamente no consigo ordenarlo y, por ello, no consigo sacar fuera de mí ni una sola palabra válida. Si fuera una insensata, podría intentar practicar eso que algunos llaman escritura automática (nunca he sabido bien del todo a qué se refieren con eso) o escribir una novela en una semana, como Pío Baroja, pero, conociéndome como me conozco, eso sólo me conduciría a un gran desasosiego creativo, lo cual, con moderación, siempre es necesario y obliga a mantenerse alerta, pero que en exceso es muy improductivo y paralizador. Así que me limito a tomar notas sobre todo aquello sobre lo que posiblemente escribiré en el futuro, todo aquello que intuyo que podrá serme útil próximamente. De momento, con eso debería bastar. La gente tiende a considerar que la escritura es una disciplina que elige muchas horas de anclarse a la silla a devanarse los sesos. Tienen razón, desde luego, pero sólo en parte. La mayor parte de la escritura se produce muy lejos del teclado. En realidad, esa obcecación de escritorio, esa estática lucha contra uno mismo, esa pelea en el que vencedor y vencido son la misma persona, tiende a ser, a la larga, muy estéril. La puerta de entrada a la escritura, o a casi todo lo que en la vida merece la pena, se encuentra precisamente en el momento en el que se deja de luchar contra uno mismo, en el instante en el que se alcanza ese grado de placidez y equilibrio que permite imbuirse en la corriente creativa. La escritura no debe, ni puede, realizarse en momentos de excesivo ardor, ni tampoco de excesivo abatimiento, pues esos estados de ánimo radicales, desbalanceados, aunque pueden devenir en fogonazos de inspiración muy útiles, en general estropean la textura de la prosa con protuberancias y deformidades apestosas. Las grandes obras de la literatura, incluso las más dulces o las más trágicas, deben nacer de un sentimiento poderoso, sí, eso no se puede negar, pero deben ser escritas con calma, en un estado de paz y plenitud, y con dedicación plácida y paciente, como la de un orfebre. Hay que implicarse en lo que se escribe, sí, pero al mismo tiempo hay que saber escribir con cierto grado de distanciamiento, incluso con despreocupación, diría yo. Una vez se ha aceptado que lo importante es expresarse, y no hacerse entender, una vez que uno consigue escribir sólo por el placer de autoproclamarse, y no con el afán de hacer inteligible lo ininteligible, es cuando se empieza a escribir algo susceptible de ser auténticamente valioso, y esa aceptación, desde luego, pasa por asimilar con alegría que no hay nada más aburrido que un libro que todo el mundo entiende. ¿Se me entiende? Hasta la subjetividad más brutal exige un marco de pensamiento ponderado. Escribir es un acto de Creación, a fin de cuentas. Nadie crea nada, a no ser que lo ame profundamente, y es ese plácido amor, y no los arrebatos verborrágicos que se pueden llegar a sufrir en la vida, lo que realmente puede llegar a trascender. No importa si no lo hace, pero ésa es la única posibilidad de que pueda llegar a hacerlo.

Tras este exordio innecesario, pero que a mí me ha resultado la mar de placentero (y eso es lo que cuenta), entremos en materia, lector. ¿Por qué motivo he decidido suspender la publicación de Bahía carmín? Lo primero que debo decir sobre ese tema es que no hay una única razón, sino muchas, todas conniventes entre sí. Hay tantas, de hecho, y de naturaleza tan diversa, que apenas podré, en esta entrada, más que exponer superficialmente algunas pocas de ellas, aunque debo adelantar ya que todas confluyen en una única y poderosa razón: lo he decidido así porque me sale del coño, meroño. Ha sido una decisión completamente intestinal, nacida de mis entrañas … Cuando se siguen los dictados de nuestro yo más íntimo, ¿es posible realmente equivocarse? Lejos del carácter críptico y algo animus iocandi que quise incardinar en mi último post (Annäherung an die Frage der Wirklichkeit) creo que es de bien el revelar, en un lenguaje llano y accesible, la razón principal de la decisión que he tomado sobre esta obra, pero para ello, como no podría ser de otro modo, me veo obligada a dar un pequeño rodeo. Vamos a ello.

Inicialmente, y consecuentemente hasta el final, quise plantear Bahía carmín como una prosía de Amor, como una confidencia sentimental ante un Amor que había sido cruelmente abortado antes de nacer. Esto es lo evidente, lo conocido, lo que sabe cualquiera que se haya tomado la molestia de leer todas las entradas de este blog relacionados con el libro, que originalmente se titulaba La rosa y la espina. Sin embargo, algo que sólo mis lectores más sagaces saben, y que yo misma tardé un tiempo en comprender, es que Bahía carmín, además de ser un caprichoso ejercicio de estilo destinado seguramente a mi disfrute exclusivo, también es una obra ideada para ser una tumba o, más bien, un féretro funerario. Bahía carmín es un libro en el que, quizá inconscientemente, quise enterrar al ser amado, a mi particular y privado corpus amandi. En cierto modo, puede decirse que las obras escritas por obligación son, en su esencia más fundamental, una incruenta forma de asesinato. Dicho en lenguaje más coloquial: la concebí como una obra para poder “pasar página” (¡ojo! no una obra para olvidar algo, sino una obra para asimilar algo). Realmente no sé si algo así es posible. No hay constancia de ningún ser humano que haya sido capaz de escapar de su propio pasado, salvo cuando le alcanza la muerte. Es entonces cuando el pasado entra en cierto estado de madurez académica. Mientras vivimos, sólo el presente está maduro. El pasado es una gangrena, un cáncer, y el futuro está verde y duro. En realidad, nunca se pasa página de nada, nunca nada queda definitivamente finiquitado, simplemente se incorpora de una manera o de otra a nuestra intrapsique. Nunca se olvida nada, como mucho se deja de recordar constantemente.
       Ya casi cuando estaba poniéndole el finis a la obra, empecé a percatarme de algo que es mucho más inquietante que todo lo que he dicho hasta ahora. Mi objetivo no sólo era enterrar al ser amado, sino enterrar junto a él al “yo” que esa persona conoció. El acto creativo es, antes que nada, un acto de destrucción. No se puede crear nada sin destruir algo. No se puede limpiar nada sin manchar algo. No se puede ser un creador sin morir al hacerlo. Fíjese en el ejemplo que nos dio Dios. Creó la Tierra en siete días y, desde entonces, salvo Moisés y algunos pocos afortunados más, nadie ha sido capaz de volver a verle frente a frente. Fíjese en Cristo, lector: nos enseñó a todos el camino de la redención, pero tuvo que desangrarse en la cruz para poder hacerlo. Libros como Bahía carmín son, al mismo tiempo, una forma de asesinato y una forma de suicidio, una forma de eliminar, o mitigar, el desbarajuste espiritual que el corpus amandi haya podido, previamente, derruir (también la destrucción es, a la postre, una forma de creación), una forma de restablecer el orden tras el caos, una forma de domar los caballos de la exaltación, dicho en lenguaje bunburiano. Bahía carmín estaba destinada a ser una forma de asesinar (metafóricamente, señor juez) tanto al ser amado, como a la Lázara Blázque Noeno que el ser amado conoció, que fue una Lázara apasionada, entregada, pero también torpe, estólida y algo animálica, una Lázara de la que me enorgullezco y que me provoca risa por su ridiculez a partes iguales. Suicidarse, literariamente hablando, no es, como muchos creen, una forma de autodestrucción, sino el camino que uno mismo diseña para volver a nacer. Querer morir, o querer matarse, dicho con mayor exactitud, camufla la ambición de querer forzar un renacer. El auto-asesinato literario no es sino una forma de querer experimentar una nueva forma de vida. A pesar de lo que digan los psicólogos y los tecnócratas, suicidarse es una de las cosas más saludables y recomendables que se pueden hacer. ¿Se encuentra usted mal, lector? ¿Siente usted un gran dolor por lo que usted mismo es? La solución es bien fácil y asequible: ¡SUICÍDESE Y RENAZCA, AMIGO MÍO! ¡Pocas cosas hay en la vida más vivificadoras y fortalecedoras que el matarse! ¡El Sol lo hace todos los días y fíjese como brilla! ¡La naturaleza muere en cada invierno y es más hermosa cada primavera! Cada vez que me reencarno en mí misma, cada vez que resucito, cada vez que consigo salir de la oscura vacuidad a la que la vida regularmente nos lanza, soy más auténtica, más libre y estoy más viva. Cada vez que muero, soy más consciente de mi vida. ¡Cada vez que me he suicidado, la vida me ha recompensado con más ganas de vivir! Cada vez que me he clavado en la cruz, he ascendido a los cielos y regresado al cabo de tres días, para consternación tanto de judíos como de fariseos. ¡No es de extrañar que mi nombre sea Lázara! ¡Jijijí! Si algo me ha costado aprender en este valle de lágrimas, y ahora comparto gratis con usted, lector, es que, para sobrevivir a todo, a cualquier fatídica contrariedad, hay que estar siempre dispuesto a matar al yo del yo.

Cuando comprendí que mi corpus amandi se había marchado para siempre, caí, como Alicia en la madriguera, en una hórrida oquedad en la que la obscuridad envolvente era completamente impenetrable. Supongo que ahora ya puedo decirlo: MORÍ. Todo el libro puede entenderse como un testimonio de ultratumba. En realidad, El menstruador también lo es. El menstruador sólo pudo ser El menstruador después de haber asesinado a la persona que fue anteriormente. El menstruador también cuenta, a su manera, la historia de un asesinato y una resurrección. La gente suele conceptualizar estas muertes, estos vacíos, como una especie de nada total, como una caverna sin boca, como un agujero sin entradas ni salidas… No es así. Esta clase de abatimiento, en realidad, está repleto de entes. Hay una plenitud amarga en estas formas de dolor absoluto. La caverna no está vacía, sino completamente atestada de fantasmagorías a la espera de ser reconocidas, tabuladas y asimiladas. Estos súcubos son crueles e implacables, ruidosos y omnipresentes, y siempre atacan con sus tridentes por el costado. En este estado de sufrimiento por decreto, y en la vida por extensión, sólo existe un camino, una única aventura, y es la introspectiva, el viaje directo hacia el núcleo proteico de uno mismo. En realidad, las circunstancias, los hechos y los acontecimientos son completamente irrelevantes. El tiempo y el espacio no significan nada… Sólo los malos escritores le dan importancia a cosas tan fútiles como el tiempo y el espacio. El único tiempo que importa no se mide en segundos ni en parámetros decimales. El único espacio que importa no se deja atrapar por geómetras. En Bahía carmín no hay actos ni acontecimientos, no sucede absolutamente nada, pero, aparte de la confidencia amorosa (la obra entera puede entenderse, sin temor a equivocarse, como una desesperada carta de amor), se encuentra en ella todo este proceso de careo con los fantasmas de la caverna. Bahía carmín es, en cierto modo, una batalla hamletiana, la historia de una lucha contra fantasmas incorpóreos.

Los libros escritos imperativamente no son sino un pretexto para lo que buscan sus autores, una forma de corporeizar lo intangible, por decirlo de algún modo. Y, como se asegura en El menstruador, buscar algo, abstracto quizá, pero buscarlo con convicción religiosa, es, antes que nada, creer en su existencia. Hasta los libros más nihilistas nacen de un acto de fe. No se busca lo que no se cree que exista. Así las cosas, para expresar la verdad oculta en nuestro corazón, es obligatorio, necesario, ineludible, admitir la luz que flamea en nuestras entrañas y que desafía a nuestros más oscuros augurios. Una vez que uno se sacrifica, se cuelga voluntariamente en la cruz al lado de Barrabás, perdona a los que le rodean porque no saben lo que hacen, y esputa a Dios en la cara por habernos abandonado, una vez que se entrega el espíritu, todo lo sucede después ocurre con absoluta certeza, aun en medio del caos. Si el camino de la vida es seguir viviendo, proseguir la travesía, salir de la caverna sin puertas ni ventanas, lo mismo, sin duda, se aplica a la escritura. Hay que contemplar gozoso cómo ocurren las cosas, pulsar todos los botones, girar todas las palancas, y sólo entonces podrá encontrarse algo así como un DESENLACE FINAL para la persona que en una ocasión fuimos, pero ya hemos dejado de ser. Hay que acometer esta empresa con una chispa de pasión, eso por descontado, o nada de lo que hagamos estará revestido de auténtico significado humano.
       Yo contaba con un DESENLACE FINAL rebosante de significado humano mientras escribía Bahía carmín o, al menos, cuando terminé de escribirlo, pero, unas semanas antes de publicarlo para olvidarme de él, ocurrió algo y el DESENLACE FINAL se fue completamente al carajo. ¿Qué ocurrió? Un imprevisto que no estaba contemplado en ninguna guía: inesperadamente mi corpus amandi regresó a mi vida, después de haber anunciado a bombo y platillo que nunca jamás en la vida volvería a verlo.
       —¡Hola! ¿Qué tal? —me dijo, como si el Apocalipsis no hubiera ocurrido, casi como fingiendo no reconocerme, casi como si hubiera sido atraído por alguna clase de llamamiento preternatural, casi como diciendo “oye, para volver a volver a los tres días, ya de una vez no te vayas”. Fue algo demencial y completamente incomprensible.
       Así, la obra que habría de ser la tumba del “yo del yo” y del “tú del tú”, ya no podía ser una tumba, sino, y eso como mucho, una salita de espera, un purgatorio improvisado, la antesala de un destino ignoto. Puede que mi corpus amandi tenga el sentido del destino algo atrofiado, pero si hay algo que los escritores tenemos bien desarrollado, es el sentido del destino. Toda clase de tribulaciones hicieron presa de mí, por supuesto, y aún en este momento me siento desconcertada, sin saber muy bien lo que está ocurriendo. Lo único que puedo hacer es permitir que ocurra y contemplar tranquilamente el espectáculo. Sea lo que sea, no está en mis manos ni propiciarlo, ni evitarlo, y, desde luego, resultaría desde todo punto de vista imposible soslayarlo. Lo único que se me permite hacer es dejarme llevar por la corriente, no oponer la menor resistencia al destino. Nada de todo lo que ha ocurrido hasta ahora me ha destruido, como mucho me ha transformado, por lo que no tengo nada que temer. Ya no temo nada. No se puede perder lo que ya se ha perdido. Desde el punto en el que estoy, sólo puedo ganar, haga lo que haga. Mientras uno se transforma, puede inferirse que la aventura continúa, puede concluirse que se sigue vivo. Mientras uno siga teniendo dudas, siga haciéndose preguntas, siga aglutinando ilusiones, es que quedan cosas por vivir y, lo que es mucho más trascendente, por crear. El sentido de la vida no está relacionado con experimentar, sino con crear, con PRODUCIR. Se reconoce a los zánganos porque nunca crean nada con sus propias manos, nunca dejan nada tras de sí. Sólo viven experiencias, pero no son capaces de dejar ninguna clase de poso en este mundo. Su existencia es completamente estéril. Son los seres que todo lo saben, los seres que de nada se sorprenden, que nunca se transforman (viven y mueren como zánganos), los seres herméticos al mundo, los que ya han alcanzado su destino. Estos escépticos sistemáticos, estos zánganos, ya no tienen nada más que aprender, ni tienen nada más que vivir en realidad, ni conocerán el gozo de la sorpresa, ni se extasiarán ante la armonía de lo cotidiano (o lo extraordinario). Estos seres sabelotodo han construido tantos muros a su alrededor, se han parapeteado tan férreamente, que el mundo directamente ya no existe para ellos y su vida se resume en un lento marchitar. Intuyo, con pesar, debo reconocer que mi corpus amandi pertenece a esta clase de personas, aunque podría equivocarme. Quizá por eso es, de todas las personas, aquella con menor capacidad de entender nada de lo que digo o hago, la más zángana.
       No hay nada más mortífero en la vida que creerse que uno ha alcanzado cierto grado de excelencia personal. No hay nada más mortecino que alcanzar la cima de la montaña. Una vez alcanzada la cúspide, se acabó la aventura, ya no queda ninguna empresa por acometer, salvo sentarse a morir. Quizá por eso resulten ser seres tan magnéticos. Como no tienen una misión en la vida, pueden morir en cualquier momento sin que nadie note su desaparición. Supongo que hay algo extrañamente fantasmagórico en ellos. Estos seres suelen creer que son susceptibles de tenerles envidia, pero a mí no me inspiran sino lástima. No puedes tocarles y ellos no pueden tocar nada, sólo viven en un lento suicidio. ¡Y ese sí es un suicidio en toda regla! La muerte de todas las muertes. De aquel que alcanza la cima de la montaña sólo puede decirse que escala montañas muy bajitas. ¡Yo quiero escalar el Everest del Universo! ¡Yo quiero ascender por la torre de Babel y morirme sin haber alcanzado su máxima altura! ¡Quiero quedarme contemplando los maravillosos cuadros del Museo del Prado incluso más allá de la hora del cierre! Cuando vengan los guardias de seguridad, los verdaderos jinetes del Apocalipsis, a expulsar a los últimos turistas, yo me esconderé en el baño para poder volver a salir, poco después, a seguir deleitándome con los cuadros de las paredes, aunque apaguen las luces y me toque hacerlo con una linterna. ¡No quiero llegar a conocer nunca todos los cuadros del Museo porque entonces ya no podré seguir disfrutando del Museo! ¡No quiero alcanzar la cima de la montaña porque entonces sé que la fiesta de la vida habrá acabado! ¡No quiero desentrañar jamás el misterio por completo! Primero porque sé que eso es imposible y, segundo, porque entonces no estaría realmente desentrañando el misterio, sino destruyéndolo, y ésta sí es una muerte sin resurrección. La gente que destruye el camino, que oculta la travesía a sus propios ojos, lo mejor a lo que puede aspirar es a quedarse sin camino, sin travesía, sin misión, sin destino, en definitiva. Si, como dicen las corrientes de pensamiento budista, el fin es el camino, aquel que cree ya haber recorrido el camino, es que ha alcanzado su propio fin sin haberse percatado de ello.

Bahía carmín ha cosechado muy buenas críticas entre mis confesores literarios del sexo femenino, es decir, mis confesoras literarias (digan lo que digan, todos los escritores necesitan confesarse de vez en cuando y yo procuro tener confesores lo más heterogéneos que sea posible). Algo más crítica ha sido la reacción entre los varones (justo lo contrario a lo que ocurrió con El menstruador, que gustó a los hombres pero horrorizó a las mujeres), pero todo esto me importa un carajo. No he cambiado ni una coma por indicación de aquellos pocos que han tenido la oportunidad de leer Bahía carmín antes de la publicación, sean del sexo que sean. Aunque algunas de estas indicaciones, o apreciaciones estilísticas, o valoraciones estructurales, son razonables, atender a ellas habrían acabado por malograr la naturaleza silvestre y espontánea que quise imprimir a la obra. Dudo mucho que cambie una sola palabra de ese libro. Algo que ninguno de mis confesores parece haber entendido, pienso yo, es que Bahía carmín es una obra especial, una obra de un solo lector: precisamente el corpus amandi sobre el que orbita, de ahí, más que por su morfología, que a menudo la entienda como una carta de amor. La única opinión del libro que tiene interés para mí, es la de mi corpus amandi, con el que me encuentro de nuevo en línea, y al que no veo todavía en disposición de aceptar la obra, ni a mí, pues, aunque se trata en esencia de un libro de Amor, también es un libro sobre el retrato y la resurrección que he expuesto, id est, un libro de consecuencias, de ajuste de cuentas, y un libro, en resumen, que revela tanto los límites de mi persona como de la suya, algo que por experiencia intuyo que no va a querer digerir. Si hay algo que cabrea a los zánganos es que les recuerden su zanganería. Ellos sólo aspiran a tener súbditos a los que gobernan desde la cima de la montaña, pero los habitantes de la cima de la montaña, los seres que ya no escalan, los seres que lo saben todo, nunca son capaces de entender nada (el entendimiento también es una forma de creación, y los zánganos no crean, sólo experimentan). Saberlo todo es perder la posibilidad de entender cualquier cosa.
       Este libro podría convertir a mi corpus amandi en una persona eternamente asediada por sí misma, y esa idea, vertiginosa, no se puede tomar a la ligera. No puede echarse a volar algo así antes de alcanzar alguna clase de DESENLACE FINAL, el DESENLACE FINAL que, a base de imaginación y amor, inventé, pero que recientemente ha sido abortado sin que aún haya sido capaz de entender el por qué. Pudiera ser que mi corpus amandi pisotee el libro, o que lo lea con devoción, o que sólo quiera satisfacer su ego o que realmente abra su alma al mundo, pero, en cualquier caso, sería una lectura fuera de contexto, inútil, enmarcada en la futilidad…
       Bahía carmín es un postre, una moraleja, un excremento amoroso, dicho punitivamente, y jamás permitiré que sea un mero entremés, ni un entrante, ni un aperitivo, ni los hors d’œuvre que sirvan para desplegar las alas de la vanidad de nadie. No he trabajado duramente en ese libro para ahora destruirlo sólo para satisfacer el ego de nadie, ni siquiera el mío. He sido afortunada y he percibido una señal divina. Dios me ha enviado un mensaje de advertencia y ha cambiado el rumbo. A pesar de que mi batalla está perdida para mí, se han vuelto a lanzar los dados. Si algo he aprendido en la vida, es a escuchar y atender a estas señales, que se perciben, sobre todo, con las tripas. Y aquí es donde empieza a cerrarse el círculo. Cuando uno hace caso a su interior, nunca puede equivocarse y, si se equivoca, al menos no podrá reprocharse nada. No hay guía de actuación más garantista, más proclive al éxito (o, en su defecto, al fracaso aleccionador), que seguir los designios de la voz de nuestra conciencia.

Sigo viendo a Bahía carmín como una obra unívoca y completa, pero, siendo sincera, ahora mismo prefiero terminar de encauzar mi tercera novela, no tomar decisiones en caliente sobre la segunda. Creo que, en estos casos, lo mejor es meter la obra en un cajón, olvidarse de ella, y sacarla a relucir cuando llegue el momento adecuado. No sé cuando será eso. Mis tripas me lo indicarán. No sé lo que ocurrirá mañana. Quizá las circunstancias me empujen a replantearme ciertos aspectos del libro, quizás me toque escribir la segunda parte (algo así como Retorno a la Bahía carmín), quizá me toque tirar la obra, in toto, al retrete. A fin de cuentas, el retrete es siempre el destino de los excrementos. Por muy amorosos que sean los excrementos, siguen siendo excrementos pestilentes. Por mucho calor y cobijo que encontremos los seres humanos en la mierda, no por ello deja de ser mierda.
       Ignoro si se me entiende o si estoy escribiendo todo esto para mí misma. ¿Se me entiende? ¿Me entendéis? ¿Me entiende usted, lector? ¿Me entiende usted, señorita? ¿Me entiendes, Barrabás? Lo único que sé es que me ha gustado escribir esta entrada. Lo he hecho prácticamente de una sentada mientras me tomaba una cerveza en una agradable terracita de Kreuzberg, Berlín, uno de los barrios más vívidos y bohemios del mundo (prometo escribir más sobre Berlín en el futuro, estimado lector). Kreuzberg significa, en alemán “La montaña de la cruz”, y pensar en eso me inquieta un poco, la verdad, porque sé que en las cimas de las montañas sólo hay cruces para crucificar a los zánganos que alcanzan sus cimas. Ahora mismo sólo deseo escapar de aquí cuanto antes, volver al camino, al Museo, a la sorpresa, a la transformación, a la eterna escalada de Babel, al eterno cambio. Escribiré un par de parrafillos más, pagaré mi cuenta, y me iré, para volver a irme y volver a volver, y así seguir revoloteando alrededor de la vida y la muerte, como una luciérnaga enloquecida.
       Todo lo que he escrito en la vida, lo he escrito con grandes dosis de dolor y sufrimiento, sí, pero lo que no mucha gente entiende es que todo ese dolor me ha hecho disfrutar muchísimo. El dolor del escritor es un dolor de parturienta, un dolor de vida, un dolor arrepentido de sí mismo. He aprendido a amar mi dolor, a aceptarlo, a convivir con él… Y eso es algo que mi corpus amandi, intuyo yo, está aún muy lejos de llegar a comprender… de momento.
       Y aquí, lector, debo pedirle perdón si no especifico más detalles o no doy explicaciones más exhaustivas. Ahora mismo ya no tengo más ganas de escribir nada. Toca vivir. Toca escalar más, toca perder una nueva partida de ajedrez con mi amor, toca seguir asimilando fantasmas y zánganos, incluso fantasmas de zánganos. Los excrementos literarios vendrán después. Ahora es el turno de la vida. Discúlpenme ahora… Tengo una cita en la Museumsinsel.

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