Anatomía del mal (o refutación a Nicholas Avedon)
Hoy, una entrada algo más ligerita de lo habitual. ¿O no? Escribe el compañero de letras Nicholas Avedon (para más referencias leer el epílogo de El menstruador) un interesante artículo en su blog en el que tabula las once características principales de los hijoputas (y las hijaputas, claro), id est, de las malas personas, las que actúan cruelmente cuando no hay motivos para ello, las que ante la disyuntiva entre sembrar bonhomía y repartir zarpazos eligen instintivamente lo segundo, las que consideran que sus sentimientos son los únicos que merecen ser tenidos en cuenta, los únicos verdaderamente auténticos, válidos y reales, las que (a menudo sin atreverse a pronunciarlo) parten de la idea de que sus emociones y asunciones son el vértice unívoco sobre el que orbita el Universo, el cénit puro de la razón.
Titulo esta entrada Refutación un poco animus iocandi, pero lo cierto es que en el grueso, en lo fundamental, estoy bastante de acuerdo con Avedon. Aunque su exposición es algo pleonástica y desorganizada, sostengo que es atinada en algunas de las características básicas más reconocibles de los seres malvados. Hay, a mi entender, algunos matices, sí, que conviene señalar. El título correcto de esta entrada, más que Refutación, debería haber sido Puntualización. Vamos a ello.
Dice Avedon:
Estudio de la maldad, por Nicholas Avedon
La primera característica de la maldad es que nunca la ves venir, porque siempre se disfraza de algo que nunca creerías que es maldad, por eso cuando te pilla, lo hace de lleno.
Hay una razón por la cual se esconde tan bien, la misma razón por la cual existen mentirosos indistinguibles de un santo: porque creen en sus mentiras a pies juntillas. Alguien malo pensará que no es malo, que el malo es otro, probablemente tú. Aunque tu eso todavía no lo sabes, todavía estás conociéndole, a él (o ella) y sus desgracias. Son personas que parece que han tenido mala suerte, víctimas de alguna injusticia o del comportamiento de terceras personas, que por suerte para ellos, no conoces. Con el tiempo entenderás que hay otra versión de la historia, y que muchas veces, sus males son consecuencia directa de sus actos.
En esto no se puede sino coincidir con Avedon. El mal nunca es consciente de sí mismo. El mal no se regodea en su propio mal entre histriónicas risas demoniacas, como sucede en las películas. Al contrario, el mal cree que es el bien. Hay muchos refranes que inciden en esta idea: El infierno está lleno de buenas intenciones, etcétera. El busilis del asunto reside en que, evidentemente, todo el mundo considera que es bondadoso, en mayor o menor medida, y, siguiendo un racionamiento cartesiano, se llega a la espeluznante conclusión de que posiblemente todos somos susceptibles de ser malvados. Eso no es así, gracias a Dios. La mayor parte de las personas procuran vivir su vida sin amargarle su existencia a los demás. La mayor parte de las personas son razonablemente buenas, aunque todos se crean buenísimas personas… en la mayor parte de casos sin serlo. A lo que no apunta Avedon es al hecho de que, de la misma manera que el mal no es consciente de sí mismo, el bien tampoco lo es. Jamás será humilde el que presume de humildad, ni tampoco será generoso aquella persona que presuma de generosidad. La persona verdaderamente bondadosa, no sabe que lo es. La persona verdaderamente humilde, no tiene la vanidad de reconocerse como humilde.
Es posible que usted, lector de esta entrada, se considere a sí mismo una bellísima persona, dadivosa, que siembra empatía y calor humano allá donde va, pero si tiene usted esa idea de sí mismo… existen muchas posibilidades de que se esté engañando. Piense en ello.
En este marco de anfibología del mal se puede discernir una característica que es de las más notorias en los hijoputas (y las hijaputas) y que Avedon expresa de la siguiente manera: creen en sus mentiras a pies juntillas. Merece la pena detenerse brevemente en este punto. Las diferencias entre las mentiras comunes, quizá incluso bienintencionadas, y las mentiras compulsivas, es que estas últimas se solapan unas sobre las otras, envolviendo la verdad que encierran (toda mentira oculta una verdad). Las mentiras compulsivas se yuxtaponen, creciendo en una metástasis de la mentira que, con el tiempo, es prácticamente imposible de detener. Una mentirijilla puntual se desvanece en el viento. Las mentiras compulsivas, sin embargo, se convierten en tumor. Y la diferencia entre las mentiras compulsivas y las mentiras de los hijoputas (y las hijaputas) es que estas últimas, aparte de estar diseñadas para el mundo, para los demás, para la gente, también están orientadas al mismo hijoputa (o hijaputa) que las sostiene. Dicho de otro modo, las mentiras de los hijoputas (y las hijaputas) tienen un emisor y un destinatario común. De esta patología deviene lo que en el ámbito psiquiátrico se conoce como mitomanía, y que en la mayor parte de los casos se revela en forma de falsos recuerdos. Los hijoputas (y las hijaputas) suelen recordar cosas que jamás sucedieron. A más lejano en el tiempo es el falso recuerdo, más nítido se vuelve, más se reconfigura y reformula en un ciclo sin fin.
El ser malvado no sólo miente para engañar a los demás, sino para engañarse a sí mismo, ya que es la primera persona que está dispuesta a creer en sus propias mentiras, y lo hará con tal intensidad y fervor que cuando alguien señale la falta de veracidad de esas asunciones, le tendrá por un mentiroso. Ése es el principal inconveniente de creer en mentiras, que impiden volver a reconciliarse con la verdad. Cuando se cree en una mentira, ya no se puede creer en la verdad. Los hijoputas (y las hijoputas) se creen sus propias mentiras por pura necesidad. En El menstruador hay un personaje que padece un grave cuadro de mitomanía. Remito a este libro a todas las personas que estén interesadas en este rasgo psicológico.
Avedon señala, con buen criterio, el hecho de que las personas malvadas tienden, en muchísimos casos, a definirse como víctimas de terceros. ¡Ojo con las víctimas pues! Una de las señales a las que más conviene atender cuando se conoce a alguien es precisamente su discurso sobre el mal recibido por parte de terceros, que siempre describen como gratuito e injustificado. Y es que para los malvados (y las malvadas), sólo sus propios actos tienen una verdadera justificación, un auténtica raison d’être. Lo de los demás, dirán los hijoputas (y las hijaputas), no tiene justificación y esta motivado por razones completamente malévolas. Esto nos lleva directamente al segundo punto mencionado por Avedon. Veámoslo.
La segunda característica de la maldad es que siempre tiene una justificación.
Una persona malvada, realmente malvada, refleja en los actos de los demás sus propias proyecciones. Verá el mal a su alrededor en forma de abusadores, maltratadores o gente que utiliza su poder para dominar a los demás. Su reacción ante el mal ajeno puede ser incluso de justiciero, pero en cualquier caso siempre mostrará su tercer rasgo, el odio. Una mala persona siempre tiene una justificación para sus actos, sean los que sean, y no verá maldad en ellos, sino una reacción comprensible y justificada.
Nuevamente Avedon acierta, aunque no profundiza. Si damos un paso atrás y nos retraemos a lo más esencial, es fácil conceder que una persona bondadosa es aquella que profesa sentimientos nobles, generosos y empáticos y que, consiguientemente, una persona pérfida es aquella cuyo corazón está labrado de sentimientos perversos, oscuros, teñidos de rabia y cólera. Ya se ha establecido en el primer punto que esta rabia propia de los malnacidos (y malnacidas) es entendida por ellos como todo lo contrario. Lo que el hijoputa (o la hijaputa) descuida es que, al autodeclararse víctima de terceros y profesar rabia hacia ellos está concediendo, quizá sin saberlo, seguramente sin reconocerlo, la mayor: que alberga odio en su corazón. Un odio justificado, dirán a veces (negarán las más), pero odio a fin de cuentas. Los hijoputas (y las hijaputas) se definen como ángeles con licencia especial para odiar. Ángeles exterminadores, por expresarlo en términos buñuelianos.
Basta traer a colación la definición esencial postulada en el párrafo anterior para rápidamente darse cuenta del oxímoron, del contradictio in terminis en el que caen los malvados (y las malvadas). La persona benévola no odiará, aunque esté justificada para ello, ni siquiera aunque realmente haya sido víctima de maldades por parte de terceros. El vil (o la vil), sin embargo, tendrá que estar siempre haciendo verdaderos equilibrismos espirituales para conciliar sus actos con sus pensamientos, suavizando el choque de trenes conceptual que se produce al tener una imagen de uno mismo que no se corresponde, en absoluto, con la realidad del alma en la que habitan.
Esto se traduce, en la mayor parte de los casos, en constantes cambios de humor, de parecer, saltos súbitos de la alegría al enfado, del amor al odio, de la felicidad a la tristeza, del júbilo al enfado, de la relajación al éxtasis. No se trata sino de un síntoma (bastante inequívoco) de un hondo desequilibrio espiritual. Más adelante volveré a traer a colación esta particular característica.
La tercera característica de la maldad es su capacidad innata para el odio visceral y sin lógica.
Puede que como no tengan todavía confianza contigo se muestren cautos y ecúanimes en sus primeros juicios de valor, pero pronto las pequeñas críticas y los comentarios irónicos irán mas lejos. No contra ti sino contra otras personas, que poco a poco irán recibiendo dosis cada vez más altas de odio y agresividad. Fíjate como les brilla los ojos y la saña que destilan en sus comentarios. Puede que tú mismo creas que es una broma o una exageración, pero no, hay odio en sus comentarios. Odio absurdo y sin lógica, un odio desmedido contra personas concretas. Ese odio irracional que tarde o temprano se volverá contra ti. Ese odio se alimenta a sí mismo y no necesita testigos o compañeros de aventura, ese odio le alimenta. No te lo tomes a broma, es real. El odio, el desprecio y la inhumanidad más fría es innato en ellos. Pueden ser tiernos con un cachorro, pero actuar con una crueldad sin límite con una persona cualquiera.
Lo comentado por Avedon en este tercer punto en realidad ya había sido adelantado en los dos anteriores, pero hay una característica de este odio sobre la que merece la pena ahondar. Sin lógica. Aquí reside el matiz, ausencia de lógica. Sin lógica. El odio de los malvados (y las malvadas), al provenir de un desarreglo espiritual consistente en no haber sabido reconciliar sus pensamientos, su discurso y sus actos, a menudo no tiene un destinatario específico y definido. ¿A quién odian realmente los hijoputas (y las hijaputas)? ¿Sobre quién descargan realmente toda esa cólera? Cabe pensar, en primera instancia, que odian a sus victimarios, id est, a aquellas terceras personas que, según ellos, les han infligido un gran daño. Sin embargo, no suele ser así. Estas terceras personas sobre las que el hijoputa (y la hijaputa) se desgañitan suelen estar lejanos tanto en el espacio como en el tiempo y no son sino un pretexto para explicar el porqué de una rabia en un alma que se define como luminosa. Esos victimarios nunca suelen estar ahí, en el entorno, para dar fe de su perversidad, o para defenderse de ella, o para rebatirla. El odio que el malvado (y la malvada) les profesa es, por lo tanto, puramente nominal, verbal, carente de agresividad, vacuo. Como bien apunta Avedon, el verdadero odio de los malvados (y las malvadas) no apunta hacia sus supuestos victimarios, sino, ilógicamente, hacia las personas que sí están realmente ahí, en su entorno, aunque no se trate de las personas responsables de su frialdad de espíritu. Dicho resumidamente, la auténtica agresividad de los malvados se orienta hacia las personas que tiene cerca, especialmente si se trata de buenas personas que la quieren y la tratan con afecto, jamás se aplica, salvo de palabra, en los auténticos responsables del furor que les azuza.
Dice Avedon que pueden ser tiernos como un cachorro, y es verdad… siempre como paso previo a una ira visceral y, repito, sin lógica. De hecho, la ternura de los malvados (y las malvadas), no es sino eso, una preparación, un acercamiento a la persona sobre la que ya se prepara un duro e injustificado castigo. ¡Ojo pues con la ternura de los malvados! Sólo es una estrategia de acercamiento. Sin motivos, sin lógica, sin razón, preparan el terreno para la tortura y la humillación de los destinatarios de su odio.
La cuarta característica del mal es que quiere controlarlo todo, empezando por la imagen que proyecta en los demás.
A esos que todavía no conoces, de los que todavía no has visto su verdadero rostro, no les gusta mirarse al espejo, porque como los vampiros, saben que los espejos no mienten. Solo ellos pueden ver su verdadero rostro, por eso no se miran o no les gustan las fotos, a no ser que sean fotos que ellos mismos preparen. Nunca les pillarás en una fotografía improvisada, y lo haces no les gustará y te pedirán que la destruyas. Nunca te contarán nada realmente profundo sobre sí mismos, nunca se abrirán porque aunque les emborraches no llorarán, reirán o gritarán como lo hace alguien normal, porque tienen algo dentro que no pueden dejar salir, y lo saben.
Otra gran verdad la que señala Avedon. Los hijoputas (y las hijaputas) nunca suelen contar mucho sobre sí mismos, no tienen biografía, ni escriben libros de memorias. No soportan leer su propia vida. Los malnacidos (y las malnacidas) tienden a ser gente sembrada de secretos y que arrastra una doble y hasta triple vida, siempre salpicada de vergüenzas, terrores y reservas. Su círculo social suele estar descompuesto, no unificado, y sus allegados no suelen conocerse entre ellos. Allá un amigo, allá, al otro lado, otro, un familiar por acá, ahí una expareja. Más allá de lo necesario para mencionar a sus victimarios, los viles (y las viles) no cuentan nada sobre su pasado, tampoco sobre sus planes de futuro y, si pueden evitarlo, tampoco sobre sus actividades presentes. Todo queda envuelto en capas y capas de ocultación. Nunca se sabe bien qué hacen en su tiempo libre, con quien o como les gusta pasar realmente su tiempo, qué les disgusta o agrada de sus trabajos, cómo son sus relaciones familiares. Si pudieran, hasta guardarían en secreto su propio nombre. Saben que darse a conocer es, básicamente, exponer vulnerabilidades y, como se menciona más adelante, uno de los rasgos más inequívocos del hijoputa (y la hijaputa) es la cobardía. Ya llegaremos a ello.
Cuando una persona habla de su vida, de sus debilidades, de sus inclinaciones, sus errores, sus arrepentimientos, sus fracasos, sus sensibilidades, eso es una magnífica señal. Probablemente se trate de una bella persona con mucho que aportar. Sin embargo, cuando una persona se muestra muy reservada para todo, y considera que todo pertenece a su “ámbito privado”, o “carece de interés contarlo” y todo lo que desvelan es lo justo y necesario para justificar una frialdad de ánimo, un rencor o un odio… ¡Póngase en alerta! Seguramente se trata de un hijoputa (o una hijaputa) que ya esté preparando el terreno para intentar destrozarle. Los hijoputas (y las hijaputas) tienen pavor a exponerse. Cuídese mucho de aquellas personas que pretendan hacer pasar sus ocultaciones como misterios, que se envuelven en el incógnito o que habitan en el anónimo. No son caracteres reservados (ser reservado, en el fondo, es una virtud), sino gente que tiene mucho que ocultar.
Avedon menciona, con gran atino, el tema de las fotografías y los espejos, que toma especial relevancia en esta era de smartphones, selfies, autorretratos y postureos. Esta característica es especialmente notable en las mujeres. Cuídese usted mucho de aquellas personas que salen siempre perfectas en las fotos, siempre cuidadosamente diseñadas, estudiadas, en la que proyectan una estilización de sí mismos que alcanza límites celestes. Cuídese mucho. Todas esas fotos no pretenden iluminar, mostrar, como ingenuamente se pretende que usted crea. Todas esas fotos están diseñadas para ocultar, no para mostrar. Podrá reconocerlas por su perfección compositiva, por su perfecta iluminación y profesional posado, porque jamás comprobará usted en ellas una postura natural o una risa accidental. Las vestimentas habrán sido perfectamente planificadas, así como el entorno en donde han sido hechas, el peinado, el maquillaje, incluso la hora y el momento exactos en el que han sido colocadas en el perfil del Whatsapp. No se deje engañar. Se trata sólo de espectros artificiales colocados ahí para controlar sus pensamientos.
Si no está usted seguro de si está delante de un hijoputa (o una hijaputa) pídale hacerle (o que se haga) una foto espontánea. Si responde que no, ¡encienda las alertas!
La quinta característica del mal es que nunca llora de verdad.
Las personas malas sufren mucho, a veces lo muestran y a veces no. Generalmente no muestran el origen de aquello que los ha transformado en lo que son, quizás hablen de sucedáneos, consecuencias terceras del origen de su maldad. Nunca confesarán que en el fondo, no se quieren a si mismos. Una persona que se odia, es incapaz de dar amor sincero a nadie, una persona que se odia tanto como se odian ellos, es incapaz de apreciar nada hermoso, porque en su mundo, llueve lejía y los copos de nieve son grises, pedazos de un mundo que se consume lentamente.
¡Ojo! Los malvados (y las malvadas) sí suelen declarar llorar, o haber llorado, sufrir (o haber sufrido), pero el matiz esencial, aquello a lo que debe usted atender especialmente, es al hecho de que jamás les verá hacerlo, y si lo ve, si lo presencia, posiblemente dejen de llorar a los pocos instantes. Si uno es dado a fijarse en los detalles, podrá detectar que no se trata de un llanto desconsolado, provocado por una verdadera desolación, sino más bien de una representación, como los selfies hiperestilizados, de una estrategia diseñada para confundir, para ocultar, para hacerle creer a usted que se encuentra ante alguien que es víctima y a la que debe usted acercarse para ofrecer cariño y comprensión. ¡No lo haga a no ser que perciba usted que ese llanto es real y sincero! El malvado (o la malvada) está esperando ahí, oculto (u oculta) tras sus lagrimitas de cocodrilo, para sacar el látigo de su cólera.
A continuación, uno de los puntos de los que no sé si estoy de acuerdo del todo con Avedon ya que creo que cae en el tópico y el cliché. Por aquello de ofrecer la réplica, y portar algún punto de vista nuevo, me decantaré por disentir. Dice Avedon que los malvados (o las malvadas) son incapaces de dar amor sincero a nadie (en eso estamos de acuerdo) pero también que los malvados (y las malvadas) no se quieren a sí mismos, incluso se odian. En eso último no creo que tenga razón, de la misma manera que tampoco estoy de acuerdo en que los malvados sufran mucho. De hecho, creo que la razón por la que no nunca lloran sinceramente es porque no sufren mucho. Básicamente arrastran una existencia desasosegada, eso sí, lastrada por cierta reverberación insatisfecha, pero eso está bien lejos del punto que postula Avedon en el que se asegura que “se odian a sí mismos” y “sufren mucho”. No habrá paz para los malvados (y las malvadas), pero tampoco conocerán un gran sufrir. Considero que los malvados sólo saben quererse sinceramente a sí mismos, ¡y a nadie más! ¡Están bien lejos de odiarse! El odio lo reservan para la gente en derredor, lo escupen como un aspersor. Y he ahí el origen de su desgracia (¡ojo!, de su desgracia, no de su sufrir, porque sufrir, lo que es sufrir, insisto, no sufren mucho; si sufrieran llorarían). La desgracia del malvado ni siquiera es odiar, sino no amar, no dejarse insuflar jamás por ese afán abarcador y total que es el amor.
La sexta característica del mal es la crueldad.
Confunden ironía con crueldad. Pueden combinar humor y crueldad sin problema, pero no te engañes, es crueldad pura y dura. Son capaces de ser fríos y despiadados, pero solo lo verás cuando sea tarde. Fíjate en sus chistes cuando todavía pretendan ser graciosos y verás una pátina de sadismo en ellos. En todos. El humor es otro vehículo que utilizan para inmunizar a los que les rodean con su visión corrosiva de la humanidad. No verás ternura sin ironía. En todos ellos hay enfrentamiento, siempre tomando una postura beligerante. Con el tiempo, el veneno que destilan te habrá anestesiado y verás normal su forma de actuar.
Entre líneas apunta Avedon una de las características más sibilinas y difíciles de detectar de los hijoputas (y las hijaputas): el constante espíritu de enfrentamiento. Es difícil de detectar porque incluso entre los hijoputas (y las hijaputas) hay gradaciones y los hijoputas (y las hijaputas) muy experimentados pueden llegar a controlar este síntoma y a ocultarlo con eficacia. No es lo mismo un hijoputa (o una hijaputa) de 20 años que de 40. Un hijodeputa (o una hijadeputa) vocacional, amateur, inconsciente, siempre tiende a responder a la contra, a negarlo todo, a enfurruñarlo todo con un escepticismo estratega que no es sino un síntoma más del desarreglo espiritual que mencionaba en los primeros puntos. Así, algo que irrita el interior de un hijoputa (o una hijaputa) es la asertividad, ya sea cuando ésta toma forma de razón, de cariño, de humor, de espiritualidad, de religiosidad, de solidaridad, o de empatía. Su inclinación a la belicosidad siempre le empujará a negar, a negar negar, a negar haber negado negar, a responder siempre a la contra de la naturaleza positiva, primaveral, lúcida que pudiera presentarse en sus futuras víctimas, a las que ella considera (no sin algo de razón, aunque no toda) gente ingenua, indeseable, equivocada… y envidiable. Los hijoputas suelen sentirse irritados ante gente que es capaz de alzarse dialécticamente, emocionalmente, o espiritualmente, ante gente que sólo se apoya sobre sí misma y sobre los hallazgos que haya acumulado en su devenir. Así, los hijoputas (y las hijaputas), en su afán de destrucción, se inclinan por negarlo todo, por relativizarlo todo, por soterrarlo para poder colocar encima toda la simiente de su frustración.
Si usted hace un comentario ingenioso, el malvado (o la malvada) sentirá atacada su inteligencia y le acusará de sabelotodo.
Si usted expresa un pensamiento delicado y sensible, el malvado (o la malvada), movido por la envidia de no ser capaz de parir algo así, intentará hacerle ver que es usted débil, pavisoso, sensiblero o cursi.
Si usted manifiesta cariño o empatía hacia el malvado (o la malvada), el malvado (o la malvada), extrañado (o extrañada) por motivaciones que no comprende ni acepta en su cosmovisión, manifestará desconfianza y le acusará de pretender engañar.
Si usted declara razonamientos irrefutables, el malvado (o la malvada) los obviará y, sin responder a ellos, colocará encima sus postulados escépticos.
Si usted se muestra íntegro, el malvado (o la malvada) le intentará convencer de que está usted siendo obcecado.
Si usted se muestra confiado en sí mismo, el malvado (o la malvada) le intentará convencer de que está usted siendo arrogante.
Si usted habla de sus éxitos, el malvado (o la malvada) le acusará de presumir.
Si usted habla de sus fracasos, el malvado (o la malvada) le acusará de victimizarse.
Si usted dice la verdad, el malvado (o la malvada) le acusará de mentir, y creerá que miente.
Si usted miente, el malvado (o la malvada) le acusará de mentir, y creerá que miente.
Un hijoputa (o una hijaputa) no aceptará de buen grado que usted sea sabio, o noble, o sincero, o ingenioso, o talentoso, o desprendido, o fuerte, o débil, o natural, y luchará contra todo ello (al principio veladamente y después con furia bíblica) y lo hará por puro instinto animal. La directriz general del hijoputa (o la hijaputa), siempre será anti-usted, contraria a su individualidad unívoca, que es el centro puro de lo que odia.
La séptima característica del mal es la imposibilidad de apreciar la hermosura en las cosas frágiles o etéreas.
Alguien con el corazón roto y helado, podrido y negro desde hace tiempo, solo verá debilidad en aquello que es frágil. No será capaz de pararse a disfrutar de un instante, porque no lo puede poseer o no lo puede romper. Solo le interesa aquello contra lo que puede dirigir su odio. Las ideas sin peso práctico, como el idealismo, o la amistad sin interés les aburren porque no pueden atacarlo. Solo apreciará el arte para criticar al artista, los que que lo aprecian o al mercado que lo soporta. Una persona verdaderamente malvada es incapaz de crear nada por sí mismo, solo puede destruir, jamás construir nada por sí mismo. Las malas personas no pueden amar aquello que no pueden poseer.
Éste es, a mi parecer, uno de los puntos más interesantes del estudio de Avedon, aunque hay que ir con cuidado, ya que no se trata de una relación correlativa. Mucha gente hay en este mundo incapaz de encontrar belleza en las Artes, en la fragilidad, y no por ello son automáticamente malvados. Sí ocurre, sin embargo, que los malvados presentan, ante la poesía, la armonía o el fulgor indiscutible de lo bello, una actitud en general calificable de distante. Permanecen impermeables a esta sublimación del hombre, a esta celebración de la vida que es la belleza artística. Es rigurosamente cierto que no valoran al arte de la misma manera que no valoran la sabiduría, la sencillez o cualquier rasgo de lirismo vital. Consideran todas estas disciplinas una pérdida de tiempo, casi un insulto a la claridad de su intelectualidad práctica. Olvídese por tanto de comentar con un hijoputa (o hijaputa) los matices de una sinfonía, o el temblor palpitante de unos versos, o la reveladora verdad presente en un cuadro. No apreciarán nada de todo esto y, si se percatan de su presencia, será sólo para obviarla o defenestrarla.
También hay que puntualizar a Avedon en su asunción de que los hijoputas (y las hijaputas) son incapaces de crear nada. Eso no es exacto. Son capaces de crear muchas cosas. Lo que no pueden hacer es crear algo hermoso. Pueden pintar cuadros, pero no serán sino copias (quizá muy logradas) de otros cuadros, podrán componer poemas, pero jamás emocionar con ellos, podrán escribir novelas, pero éstas jamás serán profundas y auténticas. Podrán desarrollar disciplinas plásticas adyacentes, como el diseño, el periodismo, o la fotografía, pero siempre en aras de un interés pedestre y prosaico. Jamás crearán algo que se alce sobre sí mismo, que se justifique por sí mismo, que tenga una vida propia o que responda a un interés íntimo y privado. Pueden llegar a aprender a hacer entretenimiento, pero jamás Arte. Para componer Arte hay que tener esperanza en el corazón… al menos un poquito. Chesterton decía que se puede ser un escéptico, sí, incluso un escéptico sistemático (como lo son los hijoputas y las hijaputas), pero entonces ya no se puede ser ninguna otra cosa y, en efecto, tampoco un escéptico sistemático. Los hijoputas (y las hijaputas), para crear belleza, lo primero que deben hacer es dejar de ser hijoputas (o hijaputas) y, si lo consiguen, ya no se trata de hijoputas (o hijaputas). Para que puedan crear auténtica belleza (y no mera moda) deben renunciar a sí mismos, claudicar de su propia alma.
Cabe puntualizar que, por supuesto, ha habido artistas oscuros que se regocijan en el escepticismo y que dan zarpazos violentos en las ergástulas del alma humana, pero incluso en todos ellos subyace una pulsión luminosa, un rechazo a toda la oscuridad en la que se envuelven. ¿No están los lóbregos relatos de Allan Poe teñidos de una belleza formas que es, en sí misma, esperanzadora y luminosa? ¿No son los relatos policiales de Allan Poe sino una loa a la razón? ¿No pueden encontrarse entre los textos más desquiciados de Bukowksy destellos de esperanza jubilosa, humor y admiración por la vida que palpita? El mero hecho de crear, aunque sea una obra lóbrega, supone una llama de esperanza.
La razón del desapego de los hijoputas (y las hijaputas) hacia lo bello reside (una vez más Avedon da en el clavo) en que la belleza no se puede cercar. No hay cárcel para la belleza. Lo bello pertenece al mundo, a todos, a todo el mundo, no al museo, ni al autor, ni a Allan Poe, ni al alma que lo contempla. La belleza es la expresión inmortal de lo que hay de divino en el alma humana, y eso es algo que va más allá de las jaulas en las que los malvados (y las malvadas) necesitan apresar a sus víctimas para fustigarlas con su obtuso y enfermo rigor. No sirve de nada odiar a Bach, pues con ello no se consigue destruir la belleza de la música de Bach.
La octava característica es la ausencia de falta de remordimientos de sus actos.
Siempre tendrá una autojustificación, siempre se escudará en un momento de debilidad -producido por una causa ajena a él- o buscará una manera de mitigar el impacto de sus actos con posibles consecuencias positivas inesperadas, aunque no fueran las originales. Si se le encierra y obliga a enfrentar sus actos, siempre lo hará a regañadientes y nunca de forma sincera. Aunque se sepa atrapado, luchará pues reconocer que se ha equivocado le llevaría a mirarse hacia dentro, que es donde evita mirar a toda costa. Nunca pedirá perdón. No lo esperes, y si lo hace es porque está en sus planes para lograr algo.
Por supuesto los malvados (y las malvadas) son prófugos del arrepentimiento, como lo son de la compasión o la misericordia, que consideran virtudes ridículas; su carrera hijoputista consiste en una constante huida hacia adelante que habitualmente dura toda la vida, y de ahí que reaccionen con especial virulencia cuando se cruzan con gente capaz de obligarles a interrumpir su cabalgada hacia la destrucción, capaz de exponerles la miseria de sus comportamientos sin dejarles la opción de soslayarla, negarla o relativizarla. Antes que apearse del caballo de la exaltación y claudicar de la inquina y la muerte que siembran a su paso, aunque sea momentáneamente, prefieren revolcarse, rebelarse, destruir el espejo que alguien les ha puesto delante y dirigirse a su siguiente víctima. Por eso no sirve de nada hablar con hijoputas (o hijaputas) desvelados que hayan quedado al descubierto. La vergüenza de verse privados (o privadas) de todos los oropeles con los que se presentan al mundo, siempre ocultos, camuflados bajo mil capas de negación, se lo impide. Los malvados (y las malvadas) necesitan el incógnito para poder sobrevivir un día más, una víctima más, una noche más. Y el arrepentimiento es, antes que nada, un exponerse, un someterse a la luz del mundo.
Consideran que el arrepentimiento es un rasgo falso, propio de gente débil, una tara que debe ser provocada en los demás, pero de la que ellos están completamente exentos debido a un sistema moral en el que sus actos y sus valores siempre son la medida absoluta del hombre. Los ángeles exterminadores no tienen por qué arrepentirse de nada, son ángeles. El que es el modelo del hombre, el que es Dios sobre la Tierra, no pide perdón a nadie. Si lo hace, no es Dios. Si se arrepintiera dejaría de ser el ángel que cree ser y pasaría a ser carne, hueso, dolor, sangre. Todo esto nos lleva directos al siguiente punto que menciona Avedon, la ausencia total de espiritualidad.
La novena característica es la ausencia de espiritualidad y un materialismo absoluto.
El mal absoluto niega a Dios, pretende ponerlo a su nivel. Igual que niega la divinidad, niega la espiritualidad en ser humano. Niega la capacidad del hombre a superarse a sí mismo, a lograr un plano superior. Negará las virtudes no materialistas de terceras personas, como su capacidad de crear belleza, su compasión o su generosidad. No creerá en un más allá, ni tampoco en un juicio final, porque no cree en la moral. Alguien malvado no es amoral, sino que retuerce la moral a su antojo, justificando todos sus actos como necesarios. Las malas personas son especialmente crueles con aquellos que creen en algo mas grande que ellos mismos.
De todos los puntos que postula Avedon, éste es el que considero más acertado. Lo pongo todo en negrita porque, la verdad, no soy capaz de añadirle o quitarle ni una sola coma.
Sí merece la pena señalar el término materialismo. Se trata del mismo materialismo que invalida a los malnacidos (y malnacidas) para tareas artísticas, labores solidarias o actos de empatía; un materialismo que nace del mismo tronco, de la misma aversión hacia las cosas que no pueden cercar ni fustigar. De aquí se desprende que los malvados (y las malvadas) tiendan a ensañarse especialmente con gente idealista, religiosa, solidaria o sensible. Es rara la ocasión en la que un hijoputa (o una hijaputa) coloca su punto de mira sobre otro hijoputa (u otra hijaputa). Los hijoputas (y las hijoputas) son piedras heridas (todas las personas, incluso los hijoputas y las hijaputas, estamos desgarrados por dentro), no carne herida. El odio de los hijoputas (y las hijaputas), para poder realizarse, debe orientarse hacia la carne, hacia el beso, el abrazo, el pálpito, los seres que sangran. No tiene sentido darle latigazos a otra roca.
La décima característica es la mediocridad.
Es difícil ver este punto, porque mudan de piel y se me mimetizan con habilidad. Saben convencer y cambiar el norte por el oeste sin que la brújula se mueva un milímetro. Su sombra es muy alargada, pero si examinas de forma objetiva y metódica sus actos y su trayectoria a lo largo del tiempo, verás que dejan tras de sí una colección de ruinas mediocres, producto de robar ideas de otros, cambiar de sitio o de nombre cosas que ya existían o directamente construir castillos de naipes sobre cimientos de mentiras secas y huecas. Sólo dejan dolor y malos recuerdos, a menudo falseados.
El norte por el oeste, interesante metáfora que apunta en la dirección de una de las características que, según he podido comprobar, más común es entre los hijoputas (y las hijaputas): inestabilidad doctrinal y emocional. Los hijoputas (y las hijaputas), lo he visto muchas veces, son gente profundamente inestable, no tienen un directriz de pensamiento doctrinal, una brújula moral, no siguen ninguna dirección clara, son animales perdidos en la oscuridad de su propio interior, que van palpando el mundo con ásperas manos, a tientas, sin un rumbo fijo, impelidos únicamente por el hálito de su perversidad. Así, suele ser bastante común que pasen de la tristeza a la alegría en el tiempo que dura una extrasístole, que digan una cosa y la contraria inmediatamente después, que den muestras de ocho estados anímicos diferentes y contrapuestos en el transcurso de una jornada.
Éste es uno de los síntomas más inequívocos de la falta de sincronización entre discurso, acto y pensamiento que mencionaba al principio de esta disertación. Este desarreglo, este desbalanceo inestable, deviene en un furioso vaivén de emociones y criterios en los hijoputas (y las hijaputas). También es la razón fundamental por la que casi nunca permiten, en la conversación, mantener un hilo argumental lógico. Cambian el norte por el oeste, y el oeste por el invierno, y la primavera por la ferretería, y de ahí saltan al disparate, al termómetro de leche o al letargo del éxtasis. Un hijoputa (o una hijaputa) no conoce el equilibro interior ni a nivel emocional, ni a nivel intelectual, ni a nivel espiritual. Si usted se cruza con alguien así, alguien que responde siempre atendiendo únicamente a la coyuntura del instante, lo más probable es que oculte a un hijoputa (o una hijaputa) en su interior.
La undécima faceta de la maldad, quizás una de las más importantes es que la maldad es cobarde.
Cuando le identifiques y señales con el dedo, bufará como un gato acorralado, te amenazará y gritará. Pero nunca se expondrá a la luz, hará todo lo que pueda para seguir estando en la sombra y que todos los que todavía no saben quién es realmente, sigan en la ignorancia. Si te enfrentas a ellos, hazlo a la luz del día, cara a cara y con testigos, o te clavará un puñal en la espalda.
Correcto, Avedon, pero… ¿por qué es así? A mi entender, y tras haberme cruzado en la vida con bastantes hijoputas (e hijaputas), creo que esto no responde sino a la necesidad de refugio en el anonimato mencionado en el cuarto punto. Un hijoputa (o una hijaputa) precisa del incógnito, del secreto, para poder desenvolverse en la sociedad y poder ir sembrando su veneno subrepticiamente allá donde fuere. De ahí que cuando son descubiertos, expuestos, reaccionen huyendo (una constante huida hacia adelante mencionaba en el octavo punto). Todos los hijoputas (y las hijaputas) quedan desvelados antes o después. No se puede infligir un verdadero daño anónimamente, secretamente. Siempre llega el día en el que su maldad les rebosa, se muestra inequívocamente, se revela sin tapujos. Llegados a ese punto, sólo permanecen ahí el tiempo justo que les permita la coyuntura para satisfacer sus ansias homicidas, ni un segundo más. Después huirán, volarán, impidiendo la consecuencia, el juicio, el reproche, la exposición, huirán al exilio del anónimo, al mundo de las sombras en el que habitan, a volver a ser sombra.
Como colofón dice Avedon:
Dedico estas palabras a todos los que disfrutaron haciéndome sufrir, por que gracias a ellos he aprendido que a la gente no hay que juzgarla por lo que parecen o lo que dicen, si no exclusivamente por sus actos. Gracias a ellos he aprendido que el mal solo lleva a la autodestrucción, el dolor y la soledad. Gracias a ellos arranco los brotes de mal de mi ser cuando los veo crecer. Gracias.
Efectivamente, Avedon, por sus actos. Los hombres somos actos, no palabras. Las palabras que no vienen refrendadas por actos, son muerte. Así las cosas, yo dedico esta entrada (escrita en lenguaje pretendidamente coloquial y asequible y esquinada de referencias veladas) a… , bueno, en el fondo, tú ya sabes quién eres. ¿O no? Nos vemos en las letras venideras. Allí estaremos solos tú y yo, librando la gran guerra final por el amor.
PD: Los errores ortográficos de Nicholas Avedon son responsabilidad de Nicholas Avedon. De mis errores, asumo yo toda la responsabilidad.
Entrada original de Nicholas Avedon
¿Por qué la gente es mala?
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